Hace semanas, comentábamos en este espacio cómo la combinación de una degradación en las políticas públicas –exacerbada por el aluvión de proyectos legislativos populistas que el Congreso generaba– y los cuestionamientos, muchas veces infundados, a la empresa privada, venían creando un entorno adverso para la inversión y, por tanto, para la recuperación económica. Estábamos aún lejos de un proceso de “argentinización” de nuestra economía –país del cual muchas empresas se están marchando–, pero la tendencia resultaba preocupante. Los eventos de las últimas dos semanas no hacen otra cosa que agravar esta percepción.
Tales eventos fueron el coletazo final de la crisis a la frágil institucionalidad política del país, acentuada a inicios de este quinquenio con la elección de un presidente con un Congreso mayoritariamente opositor. Cuatro presidentes de la República, un cierre del Congreso y cuatro intentos de vacancia presidencial –además de censuras a ministros y un gabinete sin voto de investidura, acto sin precedentes bajo la Constitución de 1993–, configuran un escenario de inestabilidad no distante de aquel período en la historia de Ecuador entre 1996 y el 2006, cuando tuvo siete presidentes y un lapso de tres días con gobierno acéfalo. En ese entonces, Ecuador era calificado como un país extremadamente inestable. No estamos hoy lejos de esa calificación. Y no debiéramos confundir con optimismo la sensación de alivio respecto a cómo se resolvió esta crisis. Optimismo teníamos –hoy queda claro que con infundadas razones– hace cinco o seis años, cuando pensábamos que podríamos acceder a la OCDE antes del bicentenario. En términos futbolísticos, en ese entonces celebrábamos la posibilidad de jugar la final de la Copa América; hoy, celebramos salvarnos del descenso.
Los analistas políticos resultan más calificados para evaluar las razones estructurales y circunstanciales que nos llevaron a esta crisis y la forma cómo, luego de meternos en un hoyo profundo y gracias al activismo de la población –sobre todo, de jóvenes que hasta entonces parecían indiferentes a la política–, logramos salir de él. Desde la perspectiva de la economía, podemos afirmar que este ha sido un quinquenio perdido. El crecimiento económico en el período 2016-21 será de apenas 1,4%, por debajo del correspondiente a la población. Cierto que la pandemia afectó esa tasa, pero su costo en actividad productiva pudo haber sido bastante menor con un manejo más inteligente, comparado con 4,7% del quinquenio previo y 6,8% del quinquenio 2006-11. La inversión privada en este quinquenio decreció a un promedio anual de 2,1%, frente a crecimientos de 3,3% y 15,1% entre el 2011-16 y entre el 2006-11, respectivamente. Como sabemos, sin crecimiento ni inversión privada no hay generación de empleo ni de tributos para financiar los servicios que demanda la población. La indolencia del gobierno del expresidente Vizcarra ha hecho que gran parte de los proyectos de inversión pendientes en el 2016 sigan sin iniciarse o retomarse: Majes Siguas, Chavimochic III, Tía María, tramos inconclusos de autopistas en el norte y sur del país, proyectos regionales como el aeropuerto de Chinchero o locales como la Costa Verde del Callao, etc. Y el mayor desafío de obra pública que teníamos, la Reconstrucción del Norte luego del Fenómeno del Niño Costero, muestra avances vergonzantes.
Ha sido un quinquenio perdido también porque no se sembró para el futuro en materia de reformas estructurales institucionales ni económicas. El gobierno de Vizcarra no nos deja legado en ninguno de los dos. En materia económica no impulsó ninguna reforma. Su Plan Nacional de Infraestructura para la Competitividad y su Plan Nacional de Competitividad y Productividad muestran mínimos o nulos avances. Se dijo que reservaría su capital político para reformas en el sistema político, cosa que hizo poco y mal. Su principal iniciativa, la no reelección de congresistas, fue contraproducente y sus consecuencias seguirán sintiéndose en las próximas elecciones. Por ello, el actual Congreso resulta, mal que bien, fruto de su populismo; y su relación con él –sin una bancada propia ni el intento por conformar una dialogante–, expresión de su torpeza política.
El presidente Francisco Sagasti –persona íntegra, capaz y con la voluntad de hacer las cosas bien– puede contribuir a que cerremos este quinquenio con un mejor sabor. Su mandato es el de conducir democráticamente el país hasta el 28 de julio del 2021. Tiene el desafío de combatir la pandemia, reactivar la economía y lidiar con un Congreso que no sabemos si tendrá un cabal entendimiento del mensaje que la ciudadanía le envío en esta crisis y si continuará con el modus operandi de forzar respuestas populares facilistas y antitécnicas para problemas complejos.
No son tareas fáciles y su responsabilidad no es menor. La calidad de su gobierno tendrá un impacto, entre otras cosas, en el proceso electoral. Y el Perú no puede permitirse perder un quinquenio más. Esperemos que un ambiente de estabilidad permita recuperar en el 2021 la agenda reformista económica e institucional que se requiere y no distraigamos esfuerzos en abrirnos frentes promovidos por sectores radicales con agendas muy distintas, como el de promover una asamblea constituyente. Una nueva Constitución no hará surgir, por arte de magia, una nueva clase política, no transformará nuestro Estado en uno del primer mundo ni, mucho menos, impulsará nuestra economía.
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