Carmen McEvoy

Mi mamá era una gran amante de las y de las , un amor que trasladó a sus hijas. Recuerdo que, en cada mudanza –hasta que finalmente llegó a una casa propia con un patio para todas sus macetas–, los primeros en embarcarse eran los helechos, seguidos de los geranios, kalawalas, lirios, anturios, eucaris y decenas de suculentas. Su culantrillo, con su lanita roja para que no se lo “ojearan”, viajaba con ella porque era “demasiado delicado” y ahora que lo pienso el más engreído de una familia sumamente diversa. Cuando mi papá tuvo un infarto cerebral que lo postró en cama por cuatro años, las plantas se convirtieron en el refugio cotidiano de su gran compañera e incluso conversaba con ellas preguntándoles cómo andaban de ánimo.

Al mudarse a un departamento más pequeño se fue desprendiendo de sus “hijas”, incluida una bellísima rosa verde, heredada de su abuela y que ahora tengo la suerte de conservar y ver florecer en mi balcón de La Punta. Antes de morir solo se quedó con una sábila que, en sus palabras, era curativa y no necesitaba mucho cuidado. Recuerdo que la última vez que me visitó me puse a sembrar con ella y todavía vienen a mi memoria sus indicaciones respecto al agua, abono o cantidad de luz para que mis nuevas plantitas crecieran sanas y felices. Esto porque, en sus palabras, ellas sentían todo y por eso había que tratarlas con cariño.

Marcus Bridgewater, un jardinero y horticultor con miles de seguidores en las redes, señala que el cuidado de sus plantas y vegetales se ha convertido en una extensión del propio. Lo que se entiende perfectamente en el contexto de un mundo ad portas de una guerra de consecuencias imprevisibles, y luego de que más de cinco millones de hombres, mujeres y niños perecieran, en dos años, debido al COVID-19. El nativo de Florida, donde de niño fue encargado de regar los naranjos de su jardín, forma parte de un grupo de jardineros y agricultores para quienes su labor es concientizar sobre la soberanía alimentaria que demanda el planeta. Al mismo tiempo, estos enamorados de la naturaleza nos recuerdan que su cercanía aquieta la mente, porque la obliga a observar detalles que usualmente no se notan en medio de la vorágine de acontecimientos que la tecnología exacerba e incluso distorsiona. En el proceso de sembrar, podar e incluso mover las plantas hasta hallar un lugar donde “crezcan felices”, tal como lo deseaba mi mamá, se da un acto de reciprocidad. Porque, según Bridgewater, en esta relación simbiótica tanto las plantas como los humanos van floreciendo en su vida cotidiana. Ciertamente, no hay mayor alegría que ver crecer lentamente una planta y es ahí que la trilogía “amabilidad, paciencia y paz mental” ayudan tanto al reino vegetal como al animal, donde se nos incluye. En un bellísimo ensayo sobre la deuda que tenemos con nuestros “compañeros animales” Martha Nussbaum señala cómo una revolución en el conocimiento va mostrando la complejidad de sus vidas. En las que existen grupos sociales intrincados, respuestas emocionales extraordinarias e incluso un conocimiento cultural que es sistemáticamente aplastado por la soberbia y la crueldad humana.

En tiempos de violación y tortura a angelitos inocentes, de envenenamiento masivo de perros y gatos (como el ocurrido en Chorrillos), de contaminación de ríos y tala indiscriminada de bosques y, lo que es más grave, del asesinato a quienes los defienden, abordar temas como la vuelta a una relación sana con la naturaleza puede parecer algo lejano. Sin embargo, es en este momento de crueldad infinita que se impone un retorno a la fuente que guarda las claves de la existencia, entre ellas la multiplicación y defensa de la vida. Es obvio que el llamado atávico de nuestra especie, por la preservación, no está ocurriendo y se buscan mil atajos, la castración química propuesta por el presidente Pedro Castillo, por ejemplo, para resolver problemas que vienen de una ausencia de humanidad que nos corroe las entrañas. Y acá es bueno recordar a ese árbol curador de la quina, ahora recuperado por un grupo de científicos peruanos, que aparece en nuestro escudo. Hago votos porque esa maravillosa especie, originaria del Perú, sea el símbolo al cual apuntemos la mirada luego de que el horror, que nos ha tocado vivir, termine.

Carmen McEvoy Historiadora

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