Irritables. Estresados. Desconcentrados. Agotados. Este año, con sus enormes complejidades, traerá impactos que todavía no dimensionamos, pero que probablemente intuimos. La famosa segunda ola será de trastornos mentales, advierten los expertos.
Sabemos que, ante la emergencia del COVID-19, los sistemas de salud de todo el mundo debieron centrarse en frenar la crisis sanitaria. Todo pasó a segundo plano, incluida la atención de la salud mental.
Entre junio y agosto, la Organización Mundial de la Salud (OMS) realizó una encuesta en 130 países y encontró que la pandemia ha interrumpido o detenido los servicios de salud mental en el 93% de los países de todo el mundo, mientras que la demanda de salud mental está aumentando.
En el Perú, el último estudio de carga de enfermedades encontró que los trastornos mentales y del comportamiento afectan principalmente a las personas de entre 15 y 44 años. Las afecciones más comunes son depresión, trastornos de ansiedad, abuso y dependencia del alcohol, trastornos obsesivos, entre otros.
Más aún, se calcula que la incidencia de trastornos mentales es del 33,7%. Es decir, uno de cada tres peruanos tendrá algún problema de salud mental en algún momento de su vida. Sin embargo, como ha advertido la Defensoría del Pueblo, el 80% de la población con problemas de salud mental no recibe tratamiento. Y aquella que sí accede a estos servicios, luego no tiene asegurado el tratamiento, recuperación y continuidad de cuidados.
En este período, según el Ministerio de Salud (Minsa), siete de cada diez peruanos han reportado haber sufrido algún tipo de ansiedad, mientras que 28,5% experimentó algún rasgo depresivo. Entre los síntomas más frecuentes están las dificultades para dormir (55,7%), problemas con el apetito (42,8%), cansancio o falta de energía (44%), falta de concentración (35,5%) y pensamientos suicidas (13,1%).
Entre el personal de salud también se ven problemas de salud mental, especialmente en aquellos que trabajan con casos de COVID-19. Presentan gran presión por el alto riesgo de infección, la intensidad de su labor, el aislamiento y discriminación, y mucha frustración ante la muerte de pacientes y compañeros.
En abril del 2018, el Gobierno presentó el Plan Nacional de Fortalecimiento de Servicios de Salud Comunitaria 2018–2021, que pasa de un modelo de atención tradicional centrado en hospitales psiquiátricos a otro con centros de atención en el primer nivel. Es decir, centros de salud mentales comunitarios que cuenten con servicios ambulatorios especializados en niños, adolescentes y adultos, y otros enfocados en adicciones. El Minsa ya ha implementado 154 de estos centros en todo el país, y se espera ampliar la oferta a 281 establecimientos hasta el 2021. En este modelo es clave el diagnóstico precoz y el involucramiento de la familia. En muchos centros los usuarios incluso han creado asociaciones a modo de redes de apoyo.
Sin embargo, la advertencia de que lo peor está por venir debe ser escuchada. “A medida que continúe la pandemia, se impondrá una demanda aún mayor a los programas de salud mental nacionales e internacionales que han sufrido años de insuficiencia crónica de fondos. Gastar el 2% de los presupuestos nacionales de salud en salud mental no es suficiente”, ha señalado la OMS.
Atender la salud mental y el bienestar emocional es tan importante como atender la salud física. El confinamiento, el temor al contagio, el duelo por los familiares perdidos y la incertidumbre laboral y económica han aumentado el estrés en la población y, con ello, las necesidades de atención y cuidados relacionados. Implica abordarla no como un problema individual, sino como uno de salud pública. La tarea de prevención y cobertura la debe liderar el Minsa. Simultáneamente, otro desafío será considerar la cobertura de salud mental en los seguros privados sin que ello les suponga riesgos financieros. Los recursos son siempre escasos, pero priorizarlos para velar por la salud mental de la población es hoy más urgente que nunca.
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