‘Trade-off’ es un concepto que no se traduce bien al español. Wikipedia lo define como una “decisión tomada en una situación conflictiva en la cual se debe perder o reducir cierta cualidad a cambio de otra cualidad”. Resultan las decisiones más difíciles de tomar porque implican necesariamente el sacrificio de algo importante y valioso. El gobierno del presidente Martín Vizcarra deberá enfrentar algunos de ellos en las próximas semanas.
La pandemia del COVID-19 ha puesto a la humanidad frente a múltiples ‘trade-offs’ complejos, donde cualquier decisión implica costos difíciles de procesar. Quizás el más dramático, desde una perspectiva ética, sea el que han tenido que tomar los sistemas de salud en países como Italia y España, donde, ante la insuficiencia de equipos de ventilación, se han visto obligados a impartir instrucciones para priorizar unas vidas sobre las de otras. Considerando la precariedad de nuestro sistema de salud, es muy probable que en algún momento nuestras autoridades tengan que enfrentar una decisión como esa.
Por ahora, el Gobierno debe decidir cuándo y cómo reactivar la economía. El grado de apertura y su velocidad conllevan implícitamente un ‘trade-off’ de salud vs. economía. En su última edición, “The Economist” editorializa sobre la necesidad urgente de diseñar estos planes, pero advierte sobre los inmensos retos que ello implica, y concluye afirmando que “hablar del término de las cuarentenas levanta, con razón, los ánimos. Sin embargo, las frustraciones y decisiones difíciles apenas empiezan”.
La cuarentena aún no logra los resultados deseados. La curva de contagios no se ha quebrado, nuestro sistema de salud sigue insuficientemente provisto para atender a enfermos que requieren de cuidados intensivos y aparatos de respiración asistida, y no estamos preparados para efectuar pruebas masivas ni para rastrear debidamente a los contagiados. Es entendible que el Gobierno evalúe su prórroga. Hacerlo, sin embargo, conlleva un costo económico difícil de soportar para la mayoría de las familias del país. Según la encuesta de El Comercio-Ipsos publicada ayer, durante la cuarentena, 42% de los hogares urbanos ha perdido su empleo o dejado de percibir ingresos. Dos tercios de las familias también han reportado no contar con ahorros. La disrupción productiva del COVID-19 es brutal. Apoyo Consultoría estima que este año desaparecerá por lo menos una quinta parte de los empleos formales del sector privado –esto es, 700.000 puestos de trabajo– y el PBI se contraerá hasta en 12%.
Urge, entonces, la elaboración e implementación de un plan de reapertura que contemple que, incluso en una cuarentena prorrogada, se permitan aquellas actividades cuyos procesos puedan confinarse o controlarse apropiadamente. En la prensa global y local se vienen publicando propuestas sobre cómo encarar esta tarea –con coincidencia sobre gradualidad, diseño de protocolos rigurosos, etc.–. Ya países como España y Alemania han iniciado esta ruta. Pero, aunque se puede aprender de experiencias de países desarrollados, las características de nuestra economía imponen retos más desafiantes: el peso de la informalidad, la precariedad de nuestro sistema de transporte público, las carencias del servicio de agua, etc. Y la magnitud de esta tarea lleva a la pregunta de cuán prioritario es para el Gobierno encarar esta tarea con la profundidad que amerita, y si tiene las capacidades para hacerlo e implementarlo.
En casos como este, tan importante como la lógica de un plan es su gestión. ¿Se ha definido un comando central que dirigirá todo este proceso de apertura? El Ministerio de Economía ya tiene bastante trabajo con el diseño y administración de todos los programas dirigidos a evitar el colapso económico de familias y empresas. Se requiere que las carteras sectoriales y de infraestructura muestren sentido común, apertura y liderazgo, para diseñar, ejecutar y supervisar estos planes. Gremios empresariales han estado tocando sus puertas, con propuestas de protocolos y planes de acción para la reanudación gradual de actividades, con poca receptividad en la mayoría de los casos. Hacer ajustes ministeriales en medio de la crisis puede parecer inadecuado. Pero mantener a quienes carecen de la capacidad para tremenda responsabilidad, puede resultar peor. El presidente Vizcarra ya tomó una decisión similar en el Ministerio de Salud.
Medidas para familias –como los bonos– y empresas –como Reactiva Perú– son muy necesarias y ayudan a paliar los efectos de la crisis. En la de 1998, ingresaron a proceso concursal más de 5.000 empresas. Entre 1998 y el 2001, el empleo formal cayó en 10%, el gasto mensual de los hogares en 32% y la pobreza creció del 42% al 55%. Hoy, la situación financiera del Estado, las empresas y el sistema bancario es mucho más sólida que en ese entonces. Pero, esta crisis es una mucho más brutal que la de 1998. Sin programas como Reactiva Perú –y medidas de flexibilización laboral, similares a las aplicadas en otros países–, el daño sería muchísimo mayor. 20 años de crecimiento nos han hecho olvidar que las empresas quiebran, y que, cuando ello ocurre, desaparecen las unidades productivas, su conocimiento y sus puestos de trabajo.
Estos paliativos serán insuficientes si no encontramos la forma de gradualmente poner en marcha nuestra economía. Si hay alguna certeza es que de esta crisis saldremos más pobres todos: familias, empresas y Estado. Cuánto más pobres dependerá de si somos capaces de administrar esa reapertura con inteligencia, manejo fino para retroceder cuando las condiciones sanitarias lo impongan, y confianza en el sector privado. Hacerlo con un Estado disfuncional, un déficit de gestión en el equipo ministerial y un Congreso en modo de populismo desaforado –donde no solo no colabora, sino que entorpece la labor del Ejecutivo– constituye una tarea quimérica que habrá que emprender con entereza.
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