En estos días, una pregunta frecuente en las conversaciones es a quiénes daremos nuestro voto preferencial. Se trata de un mecanismo valorado por la ciudadanía pero que es también objeto de controversia. Para algunos, el voto preferencial sería una de las “causas” de la crisis del sistema político.
¿Realmente el voto preferencial es causante de la debilidad de las organizaciones políticas? ¿Hay evidencia de ese efecto en otros países? En realidad, no parece ser así.
Empecemos por explicar que el voto preferencial se estableció en Australia hace más de un siglo. Desde 1918, y desde entonces su democracia no solo no se ha debilitado, sino que se ha fortalecido. En Australia, además, desde 1984, el orden de los candidatos en las boletas es por sorteo. Todo lo señalado no ha debilitado el voto partidario.
También se emplea en Finlandia (desde 1955), Holanda, Suecia, Dinamarca, Chile, Colombia y otros países.
A pesar de aplicarse en una minoría de países, según el Democracy Index 2018, entre las cinco democracias con mejor desempeño mundial, el voto preferencial funciona en dos (Suecia y Dinamarca); y entre las diez mejores, en cuatro (las mencionadas y Finlandia y Australia).
En Colombia se incorporó después que en el Perú, mediante una reforma que buscaba afrontar la crisis de la representación. Una crisis que actualmente se hace aún más evidente.
Un argumento de quienes se oponen al voto preferencial es que quiebra la unidad del partido. Basta ver algunas encarnizadas primarias en Estados Unidos, por ejemplo, para comprobar que un partido sólido no se destruye por una intensa rivalidad interna. Y ver cómo el voto preferencial en países como Suecia o Finlandia es un mecanismo valorado positivamente, pues ayuda a mantener una sana competencia partidaria, en beneficio de la oferta política.
Otro argumento en contra es que promovería más gasto electoral, incentivando más corrupción. En los últimos meses hemos visto a dónde se orientaba el gran gasto de dineros de “cajas B”: partidos y jefes de partidos, no candidatos. Eliminar el voto preferencial puede que solo haga menos transparente la decisión sobre los primeros puestos, con posibles pagos incluidos. Consideramos que el debate sobre su eliminación solo adquiriría sentido luego de consolidar una efectiva democracia interna partidaria.
Para regular y controlar los fondos, creemos que la mejor solución es la propuesta aprobada en el referéndum: el fondo público como única vía para contratar publicidad (el gran gasto de campaña). Lo cual también permite una competencia menos desigual. Por otro lado, sobre la publicidad en los espacios públicos, preguntamos: si nos molesta la publicidad excesiva en la Panamericana Sur, ¿diríamos que la solución es frenar la competencia entre empresas o, más bien, ser estrictos en regular dicha publicidad? Pensemos el asunto para las campañas políticas.
Actualmente, en el Perú estamos en un proceso electoral en el que los votos blancos y nulos parecen dispararse (en Lima constituirían el 60%). Sin la “locomotora” que son las elecciones presidenciales, aparece el poco arraigo de los partidos nacionales, su débil enraizamiento histórico.
Esto nos lleva a cuestionar el paradigma de reforma para “fortalecer partidos nacionales”, sin más. Las protestas en la región apuntan a una mirada distinta, hacia la mejora de nuestras democracias. Por ejemplo, con la primera lógica se ha prohibido que organizaciones locales compitan en sus elecciones municipales, incluyendo en pueblos con mayoría indígena. Deben buscar organizaciones ajenas a sus reclamos e identidad.
En suma, es difícil sostener que el voto preferencial sea causante de las debilidades partidarias. Más bien, analicemos los problemas de fondo de nuestra democracia, con perspectiva territorial y de largo plazo. Los países vecinos muestran una insatisfacción creciente, y el Perú no será la excepción.