Un banquero concibe que su misión en el mundo –más allá de ser feliz o hacer fortuna– es la posibilidad de salvar, entre comillas, a millones de incautos electores de caer en las garras de un régimen chavista que pondrá fin al ‘milagro peruano’ y para ello revisa qué aspirantes presidenciales tienen mayores posibilidades de impedirlo, destinándole a uno de ellos millones de dólares en pos de lograr dicho objetivo.
En la siguiente elección, aumenta la apuesta e ‘invierte’ en más candidatos, pasando por alto –igual que en el primer caso– el riesgo de cuestionamientos a los que se podría exponer, como poner en entredicho la reputación del grupo empresarial que tanto le costó construir con gran trabajo a sus antecesores o, incluso, las del resto de compañías que maneja.
Como si esto fuera poco, se salta la más elemental regla en que se basa su negocio: la bancarización, al recurrir a la entrega de dinero en maletines de cuero. No importa que se le agradezca en público por semejante expresión privada de desprendimiento en “beneficio” de la nación o le extiendan comprobante de pago alguno. Hay sacrificios que bien valen la pena correr, pues más importante que las formas es el fondo; más importante que el medio resulta siendo el fin.
Además, ¿desde cuándo la caridad debería ser obligatoriamente manifiesta? Total, la ley no prohíbe que alguien apoye a quien coincide con nuestras ideas, ni impone sanciones drásticas –a lo sumo administrativas– para aquel que no revele la identidad de sus benefactores o el conjunto de las sumas recibidas porque no aparecen en los libros contables de la agrupación.
Y democracia es democracia y la gente puede gastar con libertad lo que posee en la billetera. ¿O no?
Nada de más, nada de menos en un sistema político para quienes creen que el poder del dinero resulta tan crucial en unos comicios, tal como puede ser la cantidad de votos que se obtendrá al final en la contienda.
Claro, las reglas están repletas de excepciones, aquí como en el resto del mundo. Una campaña pulposa tampoco significa necesariamente el éxito, pues basta con recordar el nítido ejemplo de la candidatura a la presidencia de la República de Mario Vargas Llosa y su movimiento Libertad en 1990 que derrochó ríos de dinero y quedó en el puerto, para bien de la literatura.
Más allá de ideologías, análisis políticos, errores de cálculo, cuestionamientos morales o cualquier consideración jurídica que los fiscales y jueces deberán dilucidar en este caso y otros hechos públicos con ribetes de escándalo, hay algo que se ha puesto de relieve otra vez: la existencia de un sistema perverso que se arrastra desde hace décadas en nuestro país.
Este mecanismo convalida la escasa transparencia en el financiamiento de los partidos, así como en el origen de los fondos que se destinan para vencer en una justa electoral al permitir la opacidad.
Valiéndose de ello, empresas brasileñas corruptas, narcotraficantes, comerciantes ilegales de madera, delincuentes de toda laya han buscado y buscan interferir en las elecciones, resquebrajando algunas de las más preciadas reglas de cualquier sociedad democrática que se precie de serlo: el voto de cada ciudadano, independientemente de su condición social o económica, vale lo mismo, y el peso del dinero no debería ocasionar una inequidad tan abismal, al punto de distorsionar la voluntad real de los electores.
Pero no solo eso. Al desconocer la forma en que obtienen los recursos de cada uno de los postulantes, el elector llega a las urnas en medio de la penumbra, imposibilitado de saber si a quien le otorga su confianza, lo defenderá de verdad, o lo hará por aquel que puso los fajos de billetes sobre la mesa para alzarse con la victoria.
Dentro de esta lógica siniestra se reproduce la cantidad de agrupaciones que no se sabe con exactitud de qué viven.
Así tenemos políticos que han convertido las campañas –ganen o pierdan– en un negocio rentable con el alquiler de siglas; otros que reinan al atizar el miedo de empresarios para que se las jueguen por ellos; otros de verbo florido que, con el paso del tiempo, se descubre que hieden peor que la carroña, y hasta aquellos que tienen como prontuario una hoja de vida.
Es hora de poner un punto final. Se requiere una profunda reforma política para que, entre otros aspectos, conozcamos todos de dónde viene la plata que estimula una candidatura. Al menos, eso aminoraría la posibilidad de asistir con posterioridad al penoso espectáculo de descubrir que se votó por alguien que tenía más compromisos oscuros debajo de la mesa que obligaciones altruistas adquiridas con sus electores y la sociedad.