El creciente impulso a transgredir las leyes y la increíble fragmentación del país parecen ser las tendencias más gravitantes de la sociedad peruana actual. En el campo de la transgresión, lo más inaudito es el explosivo crecimiento del sicariato. Jóvenes, casi niños, dispuestos a matar a quien sea por una propina. No han recibido el afecto que los haga sentir parte de una familia, de una comunidad. Tampoco alguien que los quiera, que siembre en ellos el sentimiento de amor propio y que es la base para poder identificarse con los demás. En una persona que no ha sido amada y que se odia a sí misma, las ideas de compasión y respeto a la vida ajena no encuentran el subsuelo emocional donde germinar y desarrollarse. Entonces, sin valorar la vida, ni la propia ni la ajena, estos jóvenes, impacientes por gozar, enrumban sus vidas hacia la autodestrucción. Su misma impulsividad los hace, como criminales, excesivos y descuidados. No disparan una o dos balas, sino ocho o diez; y caen fácilmente en manos de la policía. Pero donde uno es atrapado aparecen dos, de manera que pese al éxito de la represión el crecimiento es vertiginoso.
El sicariato es el síntoma en que se condensa todo lo mucho que anda mal en la sociedad peruana. Hablamos de la desintegración social impulsada por la pérdida de vigencia de la ley o la transgresión generalizada. Un proceso que se retroalimenta pero que empieza con la corrupción de los políticos y los altos funcionarios. Y que desde allí se propaga a la delincuencia común y, ahora, al sicariato. La transgresión sistemática tiene una larga historia en el Perú, pues se remonta a la época colonial.
Durante mucho tiempo hemos vivido en un orden precario, en un sistema desequilibrado en que la corrupción ha sido una forma de gobernabilidad ineficiente; aunque no totalmente caótica, pues la ley sí ha tenido vigencia para la gente honrada y/o débil para quienes vale la ley. En vez de partidos e ideologías, el poder se ha sustentado en mafias apadrinadas por caudillos e integradas por clientes cuya fidelidad depende de las prebendas repartidas. Ahora con el proceso de democratización social, el desequilibrio se ha profundizado, pues la corrupción y la delincuencia no están reservadas para los poderosos y los marginales, sino que representan posibilidades abiertas para cada vez más gente. Las reglas del juego se han desestabilizado. Es la hora de los audaces.
En el Perú la transgresión es aceptada como una realidad ineludible. Existe una suerte de licencia social para transgredir. Licencia, claro está, dentro de ciertos márgenes. Hay una ‘comisión’ que es esperable, ‘legítima’; y otra que es ‘escandalosa’. Pero los márgenes se están ampliando y no se ha consagrado aún una nueva ‘normalidad’. Una suerte de equilibrio en el desequilibrio. La clase política, y los altos funcionarios, tiene poquísima autoridad moral para contener la nueva caída. El país está, pues, desprotegido.
¿Cuán bajo habremos de caer para que se produzca una reacción moralizadora? Y es preocupante constatar que hasta el reclamo de orden pasa por la transgresión de la ley, por la ejecución extrajudicial de los delincuentes. Sin tocar, desde luego, a los corruptos. La experiencia indica que el combate ilegal contra la delincuencia termina igualando a la policía con los criminales que pretende combatir. No solo es un camino inmoral sino también inefectivo y contraproducente. Lo prueba la situación mexicana, en que proliferan los arreglos entre el crimen organizado y las fuerzas del orden. Pero es la salida más fácil de imaginar. Curioso país el nuestro, donde la mayoría de la gente se opone, indignada, a la unión civil, pero donde esa misma mayoría no tiene inconveniente en votar por gente corrupta o en avalar el asesinato como forma de lucha contra el crimen. En este contexto, la consolidación del sicariato es un acontecimiento que debe encender todas nuestras alarmas.
Cada uno tendrá que pensar cómo puede ser posible reforzar la integración social. Tradicionalmente han sido la religión y el nacionalismo las ideologías que han impulsado la cohesión de la sociedad, la vigencia de la ley. Pero el impulso nacionalista que llevó a Ollanta Humala al poder ya se disipó y la religión oficial está demasiado influida por gente que pide para los corruptos la compasión que niega a los débiles. Y, finalmente, el mercado no crea una moral sino que tiene que fundamentarse en una previa.