(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Desde el inicio del año, el presidente Pedro Pablo Kuczynski ha invocado más de una vez que lo dejen trabajar. La última vez dirigió sus palabras al Congreso. Está haciendo eco a un pedido bastante común en una sociedad de trabajadores al margen del sistema formal.  

El Perú tiene uno de los niveles más bajos de desempleo en América Latina. En el 2017, estábamos en 6,8%, dos puntos por debajo del promedio latinoamericano. Esto podría significar varias cosas como, por ejemplo, que nos gusta trabajar o que la economía genera mucho empleo y no hay lugar para manos ociosas. Ojalá que fuera así.  

En el fondo, pocos pueden estar temporalmente sin trabajo porque no contamos con protección como son los seguros de desempleo existentes en los países desarrollados. España, por ejemplo, llegó hasta un 26,1% de desempleados en el 2013. Sin embargo, este alto nivel de desocupación se vio paliado por la “prestación por desempleo” que se administra desde el Estado Español.  

Asimismo, en la mayoría de los países miembros de la OCDE lo que se invoca es todo lo contrario: “¡déjenme descansar!”. El promedio de horas trabajadas a la semana en los países OCDE es 33, siendo Alemania el país menos “trabajador” con 26 horas. En cambio, el Perú está entre las 41 y 43, lo que significa que cada año trabajamos en promedio 832 horas más que un alemán.  

Es evidente que el problema peruano no es el desempleo sino el subempleo y la informalidad. Casi la mitad de nuestra población ocupada recibe ingresos inferiores a la canasta básica, es decir, está inadecuadamente empleada. Asimismo, un poco más del 70% de la PEA realiza actividades informales. Y justo el grito “¡déjenme trabajar!” nace de la informalidad. Es lo que dice el ambulante cuando es desalojado por el sereno, el ofertante de DVD piratas cuando le decomisan su mercancía, el vendedor de menús económicos cuando le exigen registro sanitario y el minero ilegal cuando hacen estallar su draga.  

Pero pensándolo bien, también es el grito de batalla de muchos de los que están de acuerdo con una libertad irrestricta de empresa y abogan por la mínima regulación del transporte, la educación superior, los alimentos, entre otros. Y podríamos añadir a los que se dedican a actividades ilícitas como vender terrenos que no les pertenecen, traficar personas, comercializar sustancias prohibidas, etc.  

Lo que aúna a todos estos dispares promotores del trabajo sin ataduras es la idea de que lo político quita tiempo y oportunidad para seguir laborando. Alberto Fujimori inició esta ola antipolítica en la década de 1990 al criticar a los partidos tradicionales y proyectar la imagen de un gobernante austero y chambero, a pesar de que se estaba levantando al país. Siendo presidente, Alejandro Toledo imploró –por Dios– que lo dejaran trabajar, a pesar de su fama de playero. Por muchos años, Luis Castañeda pasó piola porque se ponía un casco y llenaba de cemento a una pobre ciudad por la cual poco hizo para que fuera menos contaminada, congestionada y caótica. Mientras que los revocadores de Susana Villarán criticaban su supuesta poca ética de trabajo poniéndole el mote de ‘Lady Vaga’. La única que no ha exigido poder trabajar ha sido la lideresa de Fuerza Popular… 

Para mí es claro que el trabajo de nuestras máximas autoridades es gobernar. Ello significa ejercer liderazgo para que el conjunto de la sociedad –sea en su distrito, región o país– cuente con las oportunidades económicas, políticas y sociales propicias. Lograr esto siempre significa enfrentar a opositores, críticos y hasta saboteadores. Por eso también comprende la capacidad de superar estos obstáculos cultivando aliados, propiciando el diálogo, cosechando el apoyo popular y utilizando el peso de la ley.  

No se pide permiso para gobernar, ya el voto popular se encargó de eso. Como principal servidor público, el presidente se debe a todos los peruanos y debe utilizar la política para asegurar el cumplimiento de este encargo. La política no es lo que le está quitando tiempo, sino haberse enfrascado en otro juego, el de la politiquería.