Llegamos al mundo atravesando el cuerpo de otra mujer y, desde ese instante, estamos equipadas con lo que necesitaremos para procrear. Nacemos con útero, y a diferencia de los hombres que empiezan a producir espermatozoides recién en la pubertad, nosotras venimos con los óvulos que tendremos a lo largo de nuestra vida. En esos cuerpitos insignificantes de las bebes recién paridas hay entre uno a dos millones de óvulos, de los que cuatrocientos o quinientos, aproximadamente, llegarán a madurar.
Traemos material de sobra para poblar el mundo. Y esta característica, estrictamente biológica, debe ser la que más ha marcado nuestra existencia. Gracias a la fertilidad han existido divinidades como Isis en la mitología egipcia, Coatlicue en la cultura azteca o Freyja en la mitología nórdica. Pero nuestra capacidad de procrear no solo ha sido objeto de adoración, sino también materia de condena.
Hoy celebramos el Día de la Madre y recordamos lo bello que es tener hijos, pero no nos atrevemos a decir en voz alta que en lugar de hacer de la maternidad un deseo cumplido, lo imponemos como un mandato natural que nos ha impedido tener vidas más justas y plenas. No me malinterpreten, soy madre y hoy disfrutaré con mi hijo, mi hermana y mi mamá, la alegría de haber parido y haber sido parida; pero, así como hay millones de mujeres en mi situación, están las que crían niños que no desearon porque nunca tuvieron acceso a la información para evitarlo; o las que tuvieron un embarazo producto de una violación; o las que son entregadas en matrimonio desde niñas para darle una familia a un adulto. Ojalá nuestra capacidad de tener hijos se hubiera traducido en una elección consciente, en un deseo satisfecho de criarlos; pero no, al estar equipadas para gestarlos, se nos ha impuesto ese rol que se asume ineludible, se nos ha machacado que si no usamos esos óvulos no habremos cumplido con nuestro destino y seremos seres incompletos, secos.
No vamos a negar que actualmente las mujeres somos más libres de organizar nuestras vidas y retrasar el embarazo o simplemente no tener descendencia. Las cifras de crecimiento poblacional así lo indican: en 1950 el promedio mundial era de 5 hijos por mujer, hoy se ha reducido a 2,3; menos de la mitad. Sin embargo; este avance que ha beneficiado a las mujeres educadas de zonas urbanas, está amenazado por grupos conservadores que insisten en reducirnos a la condición de úteros andantes y que critican a aquellas que no tienen ganas de reproducirse, de haberse dejado influenciar por discursos de género que interfieren con sus sublimes destinos de emular a la virgen María.
La verdad es que si solo se dedicaran a gritar consignas −que parecen sacadas de “El cuento de la criada” de Margaret Atwood− en fin, es su problema. Pero estamos hablando de movimientos que promueven legislaciones que buscan invisibilizar los problemas de las mujeres y que sacan leyes que les impiden tomar decisiones informadas sobre salud reproductiva. En Corea del Sur, donde la tasa de fertilidad es la más baja del mundo (0,79), su presidente, Yoon Suk-yeol, le ha echado la culpa al feminismo de impedir las “relaciones sanas” entre los hombres y las mujeres; y ha emprendido una campaña muy dura de hostigamiento contra los que promueven el derecho de las mujeres a elegir. Parece olvidar que fue el Estado el que obligó a las mujeres en los 60 a tener menos hijos para reducir la tasa de fertilidad y que son las durísimas condiciones de vida que enfrentan las coreanas en una sociedad profundamente machista la que las ha alejado de la maternidad.
En países como el nuestro toda esa sublimación de la maternidad como un maravilloso destino, que le cierra las puertas a campañas de información y de educación sexual, termina repercutiendo en las mujeres con menos recursos y con menos educación, que siguen llenándose de hijos no planeados. De hijos a los que seguramente aman profundamente, pero que les hubiera encantado tener cuando estaban listas, cuando estaban dispuestas, o cuando les diera la gana.