"Pero también se le recordará por haber encarnado el caudillismo continuista más prolongado e irrefrenable que haya conocido Bolivia en su turbulenta historia". (Foto: EFE)
"Pero también se le recordará por haber encarnado el caudillismo continuista más prolongado e irrefrenable que haya conocido Bolivia en su turbulenta historia". (Foto: EFE)
Juan Paredes Castro

Las experiencias recientes de Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador y Perú ponen a las democracias de la región en la encrucijada de reconocer que lo que menos han hecho es sobrefortalecerse, en términos constitucionales e institucionales.

Siguen siendo en sí mismas tan frágiles como cuando dejaron atrás sus ciclos de autocracia y dictadura.

En lo que es una diabólica ironía, las democracias le han abierto las puertas a todo lo que suele acabar con ellas: desde vocaciones autoritarias envueltas en ropajes cívicos hasta redes de corrupción revestidas de impunidad, pasando por la pérdida del sentido de la realidad de sus clases políticas.

Para colmo, las polarizaciones radicales de los últimos tiempos trajeron consigo la preferencia populista por los males menores, al precio de que el desastre de cada gobierno lo tenga que pagar el país engañado y afectado.

Inclusive habiendo hecho esfuerzos constitucionales e institucionales importantes, con reformas y todo, para revertir exitosamente indicadores de desarrollo negativos, Chile, con sus gobiernos de izquierda y de derecha, no ha sido capaz de vencer en 29 años la brecha de cómo el 1% más rico puede concentrar el 26% de la riqueza, entre otras desigualdades que hoy le estallan en la cara a ese país.

El caso de Evo Morales en Bolivia es igualmente insólito. Fue elegido democráticamente después de haber labrado como opositor la caída de dos gobiernos democráticos (Sánchez de Lozada y Carlos Mesa). Acomodó la Constitución a sus intereses autoritarios para obtener un segundo y tercer mandato de manera continua. Y camino a un cuarto mandato desoyó un referéndum y promovió un fraude electoral que la OEA denunció y las calles repudiaron. Su renuncia fue inevitable.

Evo Morales será recordado por la llegada de un indígena por primera vez al poder en Bolivia y por la estabilidad política y económica que durante más de una década le dio a su país, armonizando políticas de crecimiento y distribución social. Pero también se le recordará por haber encarnado el caudillismo continuista más prolongado e irrefrenable que haya conocido Bolivia en su turbulenta historia.

Alberto Fujimori también accedió al poder por la vía democrática para acabar enturbiando primero su éxito macroeconómico con el autogolpe de 1992 y después su triunfo sobre el terrorismo con la maquinaria reeleccionista y de corrupción que devoraría su régimen en el 2000. Los dobles estándares de los mandatarios reflejan los dobles estándares de las propias democracias, cuando se ven privadas de ciertas cláusulas doradas que las protejan de verdad del autoritarismo y la corrupción. ¿Acaso Alejandro Toledo podía ser tachado de antidemócrata? Sin embargo, su paso por el poder, con todos los pasivos de corrupción atribuidos a él, le infligió un grave daño a la democracia peruana.

Las democracias latinoamericanas terminan, pues, más temprano que tarde durmiendo con sus enemigos, sean estos presidentes, legisladores, fiscales, jueces, ministros, tribunos, empresarios, burócratas clientelistas y lobbistas oportunistas. ¿Acaso el presidente Martín Vizcarra no se ha puesto en la cuerda floja constitucional quebrando la separación de poderes? ¿Y acaso el Tribunal Constitucional no sabe qué resolver jurídicamente frente a ese hecho consumado? Claro que Vizcarra ha convocado elecciones parlamentarias complementarias, ¿pero estamos seguros de que entregará el poder en julio del 2021?

Las democracias necesitan ser real y efectivamente fortalecidas. No corriendo como locas y muertas de miedo por la presión de las calles hacia asambleas constituyentes y nuevas constituciones que podrían hundirlas más, sino actuando sensatamente en dirección de los resortes institucionales gubernamentales, legislativos, judiciales y de control, para cambiarlos, perfeccionarlos y modernizarlos.

Las democracias ya no pueden seguir siendo tan bobas como para volver a dormir con sus peores enemigos, aquellos a los que abre sus puertas bajo elevadas reglas de confianza y buena fe, como el voto ciudadano y la delegación de poder, para darse con la sorpresa de que ese voto ciudadano y esa delegación de poder podrían servir de instrumentos de una nueva tiranía política.

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