El crecimiento económico de este año será el más bajo desde el 2009, cuando sufrimos las consecuencias de la crisis global. A diferencia de entonces, cuando el siguiente año nos recuperamos y crecimos al 8,5%, esta vez el panorama se presenta muy distinto. La economía se encuentra atrapada entre un sector empresarial que enfrenta su peor momento en términos de reputación en este siglo; un gobierno que no parece tener, entre sus prioridades, lo que suceda con la actividad productiva; y una población que demanda más y mejores servicios públicos, lo que resulta imposible sin una mejor gestión del Estado y mayores recursos que solo pueden provenir de un crecimiento económico que no se da. Desatar este nudo gordiano es una tarea que requiere habilidad política, esfuerzo, creatividad y compromisos.
Lava Jato y el ‘club de la construcción’ fueron un parteaguas para el sector empresarial. A diferencia de otros casos puntuales, estos develaron organizaciones sofisticadas preparadas para la corrupción, donde participaron connotadas empresas nacionales. La revelación de financiamiento empresarial opaco e ilegal a campañas políticas fue llover sobre mojado. El golpe a la confianza en el sector privado no ha sido menor. Encuestas de Ipsos muestran que la aprobación al fomento de la participación del sector privado en concesiones de servicios públicos e infraestructura ha caído de 61% en el 2014 a 44% en el 2019. Pero no solo eso. El empresariado hoy genera muy poca admiración. En una reciente encuesta encargada por el SAE de Apoyo Consultoría a Ipsos, a la pregunta de a qué empresario peruano vivo admira, 57% respondió que a ninguno.
Mientras, el Gobierno pareciera carecer de una agenda mínima de propuestas y acciones que le permitan dejar un legado al país en julio del 2021. Peor aún, su impericia política lo ha llevado a cambiar a casi un ministro por mes en sus 20 meses de gestión. En un país con instituciones débiles, las entidades públicas requieren de liderazgos fuertes para llevar a cabo agendas reformistas. Esto es válido tanto para ministerios –fueron los casos de Jaime Saavedra en el Ministerio de Educación y Carlos Basombrío en el Ministerio del Interior– como para otras instituciones públicas –Hugo Coya en el IRTP–. Para tener impacto, estas gestiones requieren de continuidad. Las señales que transmiten estos cambios, además, generan una mayor aprensión en los funcionarios públicos, ya bastante temerosos de tomar decisiones luego de que Lava Jato instaurara la cultura de la sospecha en nuestra sociedad.
El contenido de los decretos de urgencia aprobados por el Gobierno hasta el momento muestra dos tendencias: una apuesta a reactivar la economía a través del destrabe de obras públicas –debe recordarse que la inversión pública representa apenas el 4,4% del PBI–, y medidas que buscan la simpatía de la opinión pública –como el anunciado incremento de la remuneración mínima vital–. Si esta segunda tendencia se acentúa, estaríamos frente a algún nivel de un inconveniente y costoso populismo. Como señaló recientemente “The Economist” en su análisis sobre los recientes estallidos sociales en Latinoamérica, medidas populistas destinadas a complacer a la opinión pública pueden calmar la calle, pero realmente solo posponen el descontento, no lo erradican.
En este entorno, resulta cada vez más complejo satisfacer las crecientes demandas de la población. En una reciente encuesta de Ipsos, 61% se mostró insatisfecho o muy insatisfecho con la seguridad ciudadana y los servicios públicos de salud; 57% con la labor del Poder Judicial; 55% con el transporte público; y 51% con la educación pública. La brecha de calidad en estos servicios que debe proveer el Estado es inmensa. Para cerrarla se necesita una mejora importante en la gestión, pero también de recursos. Estos requieren de un mayor crecimiento económico. Entre el 2004 y el 2019 –un largo período de expansión económica– el gasto público se multiplicó por casi cuatro. Pero es muy difícil impulsar este crecimiento cuando no existe el espacio ni la vocación política para promover medidas que aumenten la productividad, muchas de las cuales no son populares o, incluso, pueden ser vistas como dirigidas a beneficiar a un desprestigiado sector empresarial.
Salir de este entrampamiento no será fácil ni ocurrirá en el corto plazo. No es mucho lo que se puede esperar que surja por iniciativa del Gobierno. El escenario más probable es que los siguientes 18 meses no sean muy distintos de los anteriores. Pero quien sí puede dar pasos importantes es el sector empresarial, para reconstruir su relación con la ciudadanía. Ello implica reconocer la existencia del problema, evitar actitudes negacionistas frente a inconductas flagrantes como las mencionadas anteriormente, asumir una postura autocrítica y avanzar en la adopción de medidas correctivas a nivel gremial que eviten –y penalicen, separando la paja del trigo– casos futuros de corrupción. Implica también empezar a desarrollar una relación de transparencia en la discusión de políticas públicas, y de participación activa en el debate nacional. No es posible construir una agenda de desarrollo si la relación de confianza entre el sector privado y los ciudadanos y el sector privado y el Estado no se recomponen.