En Ecuador el homicidio ha devenido en instrumento de eliminación política. Quienes determinaron la muerte de un candidato presidencial por considerarlo su enemigo no tuvieron reparos para escalar la confrontación al más alto nivel. Tal acción criminal extrema pone en evidencia que, quienes la decidieron, consideran que están en capacidad de enfrentar con éxito cualquier arremetida policial. La víctima, Fernando Villavicencio Valencia, uno de los ocho postulantes a la primera magistratura de su país, era un periodista de investigación, punzante crítico del expresidente Rafael Correa y, recientemente, un penetrante e insistente denunciador de bandas criminales vinculadas al narcotráfico.
Pocos días antes de su asesinato el 9 de agosto, Villavicencio denunció amenazas de miembros de “Los Choneros”, un cártel de narcotráfico ecuatoriano vinculado a cárteles mexicanos, originario de la provincia de Manabí, cuyo puerto, Manta, es la ciudad más grande y poblada de esa provincia. Importa precisarlo porque hace poco, el 23 de julio, asesinaron en ese puerto-ciudad al reelecto alcalde, Agustín Intriago. Ese mismo día, y como una muestra más de las disputas entre organizaciones criminales, CNN informaba sobre un enfrentamiento en la penitenciaría del Litoral, en Guayaquil, con la consecuente muerte de cinco reclusos; además, en esos días, en cuatro cárceles del país, los presos retuvieron a agentes penitenciarios. Desde el 2021, la lucha por el dominio interno de las prisiones ha generado la muerte violenta de 430 reclusos, un dato que refleja la espiral de violencia que se vive en Ecuador.
El control de los puertos ecuatorianos para facilitar el narcotráfico es uno de los principales factores que alimentan la violencia. Otro es la dolarización de la economía –desde el 2000 la moneda oficial de Ecuador es el dólar–, que permite el fácil “lavado” de activos. Así lo precisó el historiador ecuatoriano Pablo Ospina en el espacio “Al Filo”, de la plataforma peruana “La Mula”, quien señaló como nuevo y contradictorio componente los acuerdos de paz en Colombia (2016), que habrían tenido como efecto la disputa narco por dominar la frontera entre Ecuador y Colombia, antes controlada en buena medida por las FARC.
De ser un país más bien pacífico, Ecuador ha pasado a ser un escenario donde el número de homicidios aumenta de manera alarmante. Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), de menos de 1.500 en el año 2014 han pasado a 4.823 en el 2022: en solo ocho años, el número de homicidios se ha más que triplicado.
El tipo y el grado de violencia son insólitos en un país con una práctica política tradicionalmente tolerante frente a conflictos internos de variada naturaleza. Y si bien es cierto que esta nueva realidad no es ajena a la crisis social y política que atraviesa la región, afirmar que obedece a una supuesta injerencia de gobiernos vecinos es dibujar una (mala) caricatura, que minimiza la capacidad de organizaciones y redes criminales cuyo tejido crece, en el continente, al amparo de carencias estatales, desigualdades, informalidad y mercados ilegales.
En el Perú vivimos ya una grave crisis política, y lo ocurrido en Ecuador es un llamado de atención en dos ámbitos esenciales: la polarización política extrema, en la que se califica de “enemigo” al que es un “adversario político”, con el riesgo de que se rompan los cauces de una disputa democrática; y una agenda pública en la que aún no se ubica al centro la lucha contra el narcotráfico y sus esfuerzos por penetrar en la sociedad, pero también en el Estado, para utilizarlo a su favor.