Continúo con algunas reflexiones sobre el desafío del crimen organizado para la democracia en nuestros países, y en el nuestro en particular.
La principal y primera barrera de contención contra la irrupción del crimen organizado es, por supuesto, el Estado. La definición más básica del Estado apunta a que es la entidad que monopoliza el uso de la fuerza de manera legítima. Sin el Leviatán estatal, como diría Hobbes, vivimos con el “continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”.
Pero sabemos que el alcance y la capacidad del Estado nunca es total, ni en todo el territorio ni en todas las dimensiones. Tradicionalmente, el Estado ha ido conquistando soberanía sobre diversos intereses, asentados tanto en territorios (poderes, élites regionales y provinciales) como en dimensiones (militar, económica, cultural), y enfrentándose a grupos armados, poderes económicos, entre otros. Hasta acá hablamos de desafíos a la autoridad estatal desde poderes mínimamente constituidos que negocian márgenes de poder con los estados.
El crimen, por supuesto, no tiene, al menos no inicialmente, pretensiones de negociar con el Estado. Su lógica es más bien desarrollar actividades sin llamar la atención, o lograr algún nivel de tolerancia y hasta complicidad con la autoridad. La discreción es importante, porque, si se rompe, la autoridad se ve obligada a intervenir para cuidar su legitimidad. Además, los poderes que desarrollan actividades más “convencionales” también se sienten amenazados por las actividades delictivas.
En América Latina enfrentamos modalidades de crimen organizado que han logrado controlar amplios territorios, disputándole al Estado el ejercicio de la autoridad, alrededor de nuevas y rentables actividades económicas. Tradicionalmente, el narcotráfico responde a este perfil. En nuestro país este desafío es grande, pero está confinado en ciertos espacios regionales y no genera una violencia excesiva, dado que ocupamos un papel marginal en la cadena del negocio. Colombia y México, por ejemplo, han tenido que pagar un alto costo por recuperar la autoridad frente a los carteles de las drogas.
En el Perú, un elemento fundamental en el análisis es el debilitamiento de las élites económicas regionales en las últimas décadas. Élites estructuradas alrededor de actividades agrícolas, exportadoras e industriales, que imponían algún nivel de control territorial y colaboraban o presionaban al Estado para mantener el orden y la seguridad se han debilitado y hasta han desaparecido. Han emergido otros poderes alrededor de nuevas actividades económicas, fuertemente marcadas por prácticas informales, alrededor de las que ha prosperado cierta tolerancia hacia la trasgresión de las reglas, y la apelación a ciertas prácticas “de presión” y uso de la fuerza para hacer prosperar negocios; por ejemplo, en el tráfico de terrenos, en la construcción y en el transporte informal. En el último tiempo, se han perfeccionado las modalidades delictivas, pero las condiciones que las hacen posibles las hemos construido desde hace años.
Lo bueno es que, por ahora, estas modalidades delictivas no han podido construir órdenes alternativos capaces de suscitar el respaldo de la población. Por ello, el Estado tiene un buen punto de partida. La alianza con la sociedad es la clave.