Para liberales y conservadores, todos los problemas residen en la ideología “a la izquierda”, en sus ideas y proponentes. Para los progresistas y radicales, sucede a la inversa: quienes profesen opiniones “a la derecha” son poco menos que fascistas o mercenarios que no ven más allá de sus bolsillos, único móvil posible de interés.
Esta división maniquea e infantil mantiene al país, en la derivada, paralizado en algunas cosas, y en abierto retroceso en otras. Por supuesto, esto no es novedad para quienes son parte del juego político: magnificar dicha división, capturar el debate moral, ganar espacios públicos y privados, y todo aquello que les asegure mayores cuotas de poder serán privilegiadas en las tácticas diarias. Para estos agentes y operadores políticos, sus motivaciones no solo están claras, sino que, además, forman parte de su estilo de vida: de ellas dependen sus ingresos, sus amistades, su reconocimiento e, incluso, su autopercepción.
A contraparte, la gran mayoría de peruanos viven alejados de dicho debate; peor aun, desconocen los costos –altos en cuanto a calidad de vida– que el mismo produce. Una característica histórica de los países desarrollados es, justamente, el reducido “ancho de banda” del debate: ni la izquierda propone anacronismos ni la derecha se resiste a las mejoras sustanciales en los derechos ciudadanos. Casos como los de Donald Trump en Estados Unidos o el binomio Sánchez-Iglesias en España son el contraejemplo, no la regla. Usualmente, y por eso mismo, la sociedad los expurga por la vía de los votos.
Dicha riña, por ejemplo, mantiene jaqueada a la burocracia (como manera de protegerse ante los embates políticos), desorienta a las autoridades en el uso de su tiempo y de los recursos del país, y crea un efecto disuasorio, tanto para la burocracia como para los “moderados” a los lados, hacia la innovación y la iniciativa. Pero la peor cara de esta cruzada destructiva la lleva el diálogo: cualquier actor que intente lograr acuerdos es señalado por las partes y termina liquidado por los extremos. Como es obvio, sin acuerdos en torno a algunos objetivos comunes vamos a ningún lado.
Este capricho nos cuesta vidas, recursos y el futuro del país y de las próximas generaciones. El problema del Perú no es la izquierda, como tampoco lo es la derecha. Son ambos. Ni uno quiere modernizar su programa ni los otros perder sus roles tradicionales. Ambos equivocados, en la forma y en el fondo. ¡Hasta el Ejecutivo (que podría mantenerse al margen de dicha riña) participa de ella! De la clase política, por eso, no esperemos mucho.
¿Y los otros actores? ¿Qué pasa en la academia, las ciencias, las artes y los otros estamentos de la sociedad civil? ¿No perciben la polarización o callan a sabiendas? En muchos países, la búsqueda de acuerdos surgió de estamentos de la sociedad civil y muchas generaciones se beneficiaron de ellos. Un equilibrio en las políticas públicas emana de un acuerdo político que requiere diálogo.
Nadie propone, por cierto, terminar el debate; por el contrario, necesitamos tenerlo, pero con un propósito, enmarcado en la búsqueda de pequeños espacios que sirvan mañana como palancas. Hemos malgastado años inéditos de beneficios tecnológicos y crecimiento económico y social. Seguir así ya no solo es infantil; linda con lo inmoral.