"Como he mencionado en mis últimas dos columnas, los ciudadanos debemos estar especialmente vigilantes debido a las condiciones excepcionales que ha generado la disolución del Parlamento". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Como he mencionado en mis últimas dos columnas, los ciudadanos debemos estar especialmente vigilantes debido a las condiciones excepcionales que ha generado la disolución del Parlamento". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Javier Díaz-Albertini

Como todos sabemos, el cuco es un ser imaginario con el que se mete miedo a los niños. Quizás porque dicen que todos tenemos un “niño interno”, ciertos políticos, periodistas y analistas han estado muy activos últimamente creando uno especial para aterrorizarnos.

Parafraseando a Carlos Marx (otro usado para dar miedo): “un fantasma recorre a América Latina: el fantasma del castro-chavismo”. Bajo esta consigna, se busca crear temor aduciendo que toda organización y propuesta de izquierda lleva inexorablemente a un régimen como el de Fidel Castro o el de Nicolás Maduro. Esto es tan ridículo como argüir que todo proyecto derechista y conservador conduce al fascismo videla-pinochetista.

Este miedo fue utilizado con especial esmero durante las dos elecciones en las que participó Ollanta Humala, y actualmente es empuñado como la razón detrás del supuesto “golpe de Estado” y de las intenciones ocultas del presidente Martín Vizcarra. Entre los propulsores de estas interpretaciones se encuentran un buen grupo de congresistas disueltos, un sector de la derecha y los que sufren del “fetiche neoliberal”.

Creo que es preciso señalar algunos aspectos de nuestra historia y realidad política reciente que tienden a cuestionar o relativizar dichas preocupaciones “maduristas”. Quiero mostrar que –por el contrario– la derecha y el conservadurismo descontrolados han sido y son mayores peligros para la democracia y por qué deberían ser la verdadera fuente de inquietud ciudadana.

Más miedo nos debe dar el hecho de que –en los últimos cien años– los golpes de Estado han sido la especialidad de grupos de derecha y conservadores para mantenerse en el poder. Salvo el golpe velasquista, todos los demás estuvieron mucho más próximos a intereses resistentes al cambio y defensores del statu quo.

En términos de inclinaciones autoritarias, mayor aprehensión que la izquierda nos deben causar algunos partidos derechistas y gremios empresariales. Por ejemplo, la cercanía de la Confiep con el fujimorismo más recalcitrante es de larga data, algunos de sus expresidentes y vicepresidentes participaron activamente en el gobierno golpista de Alberto Fujimori. En los últimos años, ha recaudado dinero y manejado fondos destinados a favorecer indirectamente la campaña de Keiko Fujimori. Y su actual presidenta participó evidente y activamente en el partido naranja.

También debe asustarnos que un sector de la élite empresarial –nacional e internacional– ha sido principal protagonista de la corrupción de los últimos 20 años. Mucha de nuestra actual inestabilidad política tiene que ver con los miles de millones de dólares que fueron manejados para favorecer a un grupo de empresas y partidos políticos, que actuaban más como organizaciones criminales, y sus compinches en el Estado. En estos casos, en la felonía fueron beneficiados la derecha y la izquierda, los nacionalistas e imperialistas, e inclusive todas las sangres. Lo nefasto es que la corrupción atacó directamente elementos centrales de la democracia –como la igualdad y la transparencia–, pero también corroyó el sistema de justicia gracias al encubrimiento y blindaje, ambas especialidades del Congreso disuelto.

Igualmente asusta muchísimo el poder de los lobbistas y su efecto sobre los derechos y el bienestar ciudadano. Tomemos el caso de la educación superior y cómo desde el Congreso y el sistema judicial se defiende a operadores inescrupulosos que están hipotecando el futuro de cientos de miles de jóvenes. ¿Esto es libertad de empresa? Ese es el canto de sirena de los que están dispuestos a sacrificar derechos ciudadanos con tal de que no varíe un ápice el modelo macroeconómico. Es lo que llamo el “fetiche neoliberal”, de quienes endiosan y adoran un planteamiento económico a tal punto que impide un análisis crítico de sus méritos y falencias.

Como he mencionado en mis últimas dos columnas, los ciudadanos debemos estar especialmente vigilantes debido a las condiciones excepcionales que ha generado la disolución del Parlamento. Esto no solo se refiere al escrutinio dirigido a un Ejecutivo actualmente sin fiscalización del Legislativo, sino también a estar alertas y ser conscientes de que hay mucho lobo autoritario disfrazado de dialogante demócrata. Y esto a pesar de que aún faltan dos semanas para Halloween.