Son muchos los países, inclusive ricos, que sufren los dos males simultáneos más graves de estos momentos: el COVID-19 y la deficiencia sanitario-social-económica que lo acompaña dramáticamente.
El COVID-19 por sí mismo ya encierra un peligro de alta mortalidad; la deficiencia aludida, también. La duda se acrecienta respecto de si más gente muere estrictamente por la pandemia o por la defectuosa respuesta hacia ella.
Para comenzar, el combate del COVID-19 en el Perú nos ofrece una nada simpática metáfora: la del Gobierno y el Estado en la dramática necesidad de pasar por una sala o Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) para poner a salvo sus órganos y funciones vitales afectados y al borde del colapso.
No importa que por esta vez, culminado su tratamiento, ambos queden reducidos a sus mínimas competencias válidas. Lo importante es que funcionen gerencial, eficaz y moralmente. Toda una reingeniería para salvar en ellos el núcleo duro operativo que tanta falta hace.
El presidente Martín Vizcarra no debe dudar más en corregir rápidamente los reveses más saltantes de su régimen y en reemplazar idóneamente las designaciones fallidas más perjudiciales. Tiene que actuar como un superjefe sanitario en sala UCI. Fría, sabia y expeditivamente. Su liderazgo no tendrá otra oportunidad de prueba máxima. Sus ministros no tienen que ser floreros de adorno en sus conferencias de prensa, sino garantes de eficiencia de cada sector del Gobierno.
No podemos esperar un exitoso destino sanitario del país frente al COVID-19 sin pruebas confiables, equipamiento potencial de hospitales y disponibilidad efectiva de médicos y enfermeras; como tampoco un exitoso retorno de las actividades económicas, comerciales y laborales con un Gobierno y un Estado gravemente contagiados de imprevisión, desorden, ineficiencia y corrupción.
A propósito, la corrupción parece probarse a sí misma que no hay nada que la detenga hasta en circunstancias de desgracia nacional.
Es cierto que la Contraloría General de la República (CGR) dispone ahora de más poderes y recursos para su acción concurrente sobre la fiscalización de los recursos del Estado, allí donde ella pueda sorprender a los infractores con las manos en la masa. Algo que de por sí ya es un avance sustantivo. Pero la CGR carece aún de poderes y recursos para detectar y denunciar la corrupción en las más altas esferas del Gobierno. La CGR debería operar como otro poder del Estado. Su sola autonomía y modernización no son suficientes.
El Gobierno de turno siempre combatirá la corrupción del lado del adversario y no del lado suyo. Inclusive si le llega a estallar en la cara, como la compra de mascarillas inservibles para la Policía Nacional en pleno estado de emergencia por el COVID-19. El saliente ministro del Interior, responsable político de ello, tiene la fortuna de recibir las gracias por los servicios prestados antes que la demanda de explicaciones y responsabilidades. La cruzada anticorrupción no llega a estos niveles. Se queda en el patético discurso presidencial de la nada.
Así, postrados en sus ineptitudes y en su silencio informativo sobre lo que realmente pasa en el país, Gobierno y Estado van dejando de ser las garantías confiables de combate efectivo de la pandemia, de la seguridad interna que debe acompañarlo, del manejo de los desbordes migratorios y del caos en los penales que agravan el contagio del COVID-19 y del horizonte de normalización económico-comercial-laboral que tanta expectativa despierta. Sin estas garantías confiables, nos vamos quedando peligrosamente solos…
Gobierno y Estado tienen una vieja deuda que saldar con el ciudadano elector y contribuyente: retornarle, en servicios oportunos y eficientes, el pago de sus impuestos, que se supone deben ser honestamente distribuidos y administrados.
¡Veinte años de crecimiento económico, con reservas monetarias sólidas! ¿Dónde está nuestro mínimo sentido de futuro en salud, educación, seguridad, transporte, medio ambiente?
Ollanta Humala decía que él solía llevar el Estado a la punta de los cerros. ¿Dónde lo dejó que no lo vemos?
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