Empiezo esta columna reconociendo y compartiendo los fundados temores que muchos sienten por los resultados de estas elecciones. Este texto tiene por objetivo invitarnos a pensar: ¿qué estamos dispuestos a hacer frente a ese miedo?
Y extiendo esa invitación, en especial, a mis colegas abogados y, sobre todo, a los jóvenes interesados en estudiar Derecho. La vorágine de la profesión no suele ofrecer espacios para la pausa, menos aún en épocas de gran tensión electoral. Pero valga la pena el esfuerzo, y tratemos de reflexionar, sin apasionamientos, sobre la maniobra legal, sin precedentes, de emprender cientos pedidos de nulidad de actas electorales.
Decenas de abogados de los estudios más grandes de Lima participaron en esta operación. Omitiré referirme a la legítima controversia sobre la adecuación de este trabajo a las normas sobre financiamiento electoral, para enfocarme en otro aspecto. Partiendo de la premisa de que fueron esfuerzos a título personal, subsisten aún hay varias interrogantes que la ética profesional debería llevarnos a formular.
Vayamos en orden. Al momento de embarcarme en la revisión de actas de votación, ¿me cuestioné con qué fin lo hacía? ¿Es realmente un fraude lo que estamos investigando? ¿Alguien nos ha mostrado indicios certeros para presumirlo? ¿O, en verdad, el propósito de esta tarea es lograr que mi candidata gane?
Si fuera esto último, tengamos claro que ya no estoy “salvando la democracia”, sino cuidando “mi interés”, que gane “mi candidata”. Para corroborar esto último, el abogado convocado al escrutinio podría preguntarse: ¿estamos revisando todas las actas por igual o solo aquellas en las que perdió mi candidata?
Ahora bien, si el letrado ha decidido emprender únicamente la defensa de su candidata –algo que también es válido–, no debería soslayar los métodos utilizados para ello. Porque es muy distinto preservar los votos afines que anular los votos disidentes. ¿Acaso mis votos deberían valer más que los ajenos, solo porque yo voté por Keiko y ellos por Castillo (o viceversa)? ¿Tengo certeza de que esos sufragios que estoy ahora cuestionando fueron inventados? ¿Hay razones confiables para quitarle el voto a 200 personas porque detecté un error formal en esta acta (diferencia en las firmas, por ejemplo)? ¿Es un resultado justo y proporcional suprimir el sentir de 200.000 compatriotas en las urnas?
Un especialista en Derecho Electoral respondería, con facilidad, que no. Que el principio de conservación del voto es uno de los más sagrados de este ordenamiento. Todo lo cual nos lleva al siguiente cuestionamiento: ¿Soy experto en la materia que estoy revisando? ¿Está bien que investigue y elabore recursos de nulidad en un área en la que soy neófito?
Y ya que me estoy preguntando por qué estoy aquí, en una sala llena con otros colegas en medio de una pandemia, podría aprovechar en interpelarme: ¿hice bien en convocar a mi practicante o subordinado? ¿No se sentirá coaccionado? ¿Y si votó en sentido opuesto al mío? ¿No lo estoy forzando a trabajar para invalidar su propia voz o la de quienes piensan como él?
Hay muchas interrogantes más que deberíamos hacernos los abogados, pero, por razones de espacio, culmino solo con dos más: ¿el fin justifica los medios? ¿Mis miedos?
P.D.: Expreso mi solidaridad con los periodistas renunciantes de Cuarto Poder y con varios otros periodistas que –me consta– buscan seguir haciendo un trabajo objetivo y transparente, pese a la oposición de muchos directivos de medios de comunicación. Agradezco la libertad que he tenido en esta columna durante más de cinco años para expresar mis ideas, incluso las más críticas. Aquí me mantendré mientras siga teniendo la oportunidad de opinar sin tapujos… y las fuerzas alcancen.
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