(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
Hugo Coya

Para numerosos opinólogos afincados en la capital que realizan sesudos comentarios desde la comodidad que les brinda el teletrabajo, el pase a segunda vuelta de yconstituyó una auténtica sorpresa, máxime porque, si bien las encuestas anticipaban una enorme fragmentación electoral, solo en el último tramo pudieron detectar el ascenso del maestro cajamarquino.

Y como siempre ocurre en estos casos, recurrieron a manidas frases como “Lima vive de espaldas al país” o “el modelo económico ya demostró su fracaso” para explicar el primer lugar de Castillo. Omitiré recurrir a ellas no porque las considere falsas per se, sino para evitar caer en un análisis repetitivo que invoque al bostezo.

Considero que los resultados electorales poseen también otras aristas, diversas consideraciones y que sopesando algunas de ellas, estaríamos acercándonos con mayor precisión a lo que ha sucedido y lo que podría suceder en un futuro no muy lejano.

Pero como el espacio y la paciencia son cortos, me limitaré a otro aspecto que, a mi modo de ver, impulsaron al candidato del partido y que se ha puesto aún más de relieve con esta pandemia: la desigualdad educacional y el papel de los maestros fuera de Lima.

No se trata de un asunto menor. Todo lo contrario. Además de los efectos devastadores que está teniendo la pandemia que, según algunos estimados, cobró hasta el momento la vida de uno de cada 200 peruanos, la suspensión de las clases presenciales ha tenido terribles consecuencias sobre millones de estudiantes, agravadas por la pésima conectividad del país que tornaron la educación a distancia en una auténtica tortura.

Con el evidente achatamiento del Estado en las últimas décadas y su renuncia a realizar tareas que le deberían ser prioritarias, el sistema ha normalizado las desigualdades en vez de combatirlas con eficacia a través de las políticas públicas. Se ha creado un gigantesco abismo que se volvió demasiado palpable, hasta escandaloso con la pandemia en el sistema sanitario y, por supuesto, en el ámbito de la educación.

Si a eso sumamos el cierre de los colegios, que obligó a colocar sobre las pesadas espaldas de los padres los esfuerzos por hacer que sus hijos no pierdan el año con una televisión y radios del Estado que no han podido suplir esa deficiencia, la mesa estaba servida para un maestro rural y rondero que reclama mayor presupuesto para la educación, quien fue uno de los líderes del con unos 450 mil miembros a nivel nacional y luego de la Federación Nacional de Trabajadores en la Educación del Perú (Fenate Perú).

Prueba de ello es que cerca de la mitad de la próxima bancada parlamentaria de Perú Libre, que para mayores señas tiene un lápiz como símbolo y con la que pretende reescribir la historia, son docentes y están vinculados directa o indirectamente a este gremio.

Fuera del ámbito de las grandes ciudades, un maestro de escuela es mucho más que un simple educador. Posee una autoridad moral que, muchas veces, supera a la de los funcionarios designados o electos porque representa para millones de personas la esperanza, la única manera de las futuras generaciones para abandonar la pobreza.

Pero no pretendo romantizar la imagen de Castillo, pues aunque se presenta como ‘outsider’ de la política, no lo es. Posee una larga experiencia en estos menesteres que van desde su antigua militancia y frustrada candidatura municipal por el partido Perú Posible de Alejandro Toledo hasta su teatral desvanecimiento en la avenida Abancay para atraer la atención de los medios de comunicación y prolongar innecesariamente la huelga magisterial del 2017 solo para contribuir a que el Congreso, aliado con el fujimorismo, se traiga abajo a la ministra de Educación, Marilú Martens.

Además, hay que resaltar su nefasta asociación con el exgobernador de Junín Vladimir Cerrón, un abierto misógino, xenófobo, homofóbico y condenado por corrupción; la presencia en sus filas de algunas personas cuyas cercanías ideológicas al Movadef no han sido debidamente esclarecidas; y poseer un plan de gobierno que parece más cercano a los postulados previos de la revolución cubana que al siglo XXI.

En términos numéricos, tampoco hay que engañarse con el puesto de Castillo: apenas obtuvo un 19% de los sufragios válidos, es decir, para todos los efectos, se convirtió en el líder de la primera minoría ya que la mayoría votó viciado, en blanco, no concurrió u optó por otra candidatura. En otras palabras, si ganara, viviría una situación análoga a la del gobierno de PPK con un Congreso que no necesariamente le sería favorable.

Sea como sea, eso lo sitúa en una posición expectante, como lo confirma la última encuesta de Ipsos, para enfrentar con mayor aplomo a un fujimorismo que necesitará mucho más que las palabras perfumadas de Keiko y un discurso anticomunista, así como la bendición de Mario Vargas Llosa para borrar un pasado tormentoso asociado a la violación de derechos humanos, la corrupción y, más recientemente, la obstrucción pertinaz de los últimos años por parte de sus parlamentarios que ha contribuido decisivamente a la grave crisis en que nos encontramos. Y que ahora amenaza hacernos caer, más allá de la económica, en una recesión democrática los años subsiguientes.

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