Nuestro análisis de la vida está muy sesgado a la política. Es el muladar, el palo de gallinero, el coro de los culpables de todos nuestros males. Sería muy simple decir que la revuelta que vivimos hace dos semanas tuvo por única causa a ciertos políticos que vacaron a un presidente sin importarles un pepino las penurias de la gente. Ellos fueron el blanco de la protesta, sí, pero esta responde a causas muchísimo más profundas y universales.
Sucede que ciertos políticos son ciegos y obtusos y la antipatía que les profesa la gente los ha vuelto peores, los ha curtido. En lugar de allanarse ante la ola imparable; la minimizaron y, probablemente, alentaron su represión (ello es materia de investigación penal). La élite empresarial desmarcó de ellos y en los días finales de la protesta, la Confiep, Asbanc y gerentes de los principales grupos económicos, tuitearon del lado de los jóvenes. En crisis políticas, el mercado suele estar un paso adelante: confía y acata los sondeos; por lo menos, trata de entender a la gente.
Lo que quiero decir no viene de la ciencia política, donde estos temas también se estudian pero no con la claridad de un autor extraordinario que teoriza sin citar a nadie. Alessandro Baricco en “The Game” (Anagrama, 2019), explica cómo desde que cobró fuerza la revolución digital, uno de sus motores y objetivos, es la destrucción de las élites. No podría ser de todas, ni completamente de cada una; pero basta intuir que es un proceso imparable.
Google y las redes han puesto en millones de personas la posibilidad de saltarse intermediarios y acceder a conocimientos que valen más que opiniones y sentencias de expertos. La idea de un mundo sin élite ronda los anhelos de mucha gente que siente que ha sido engañada por siglos. Eso incluye a la política, la academia, los medios, la economía; pero, ya lo vimos, unas se adaptan mejor que otras.
Los políticos nos preocupan especialmente porque son quienes debieran representar y canalizar las protestas, pero es una élite desechada de plano por gente que se autoconvoca sin su concurso, aprende técnicas de protesta y autodefensa en tutoriales anónimos (adiós preliminar a la docencia) y, zas, apunta a tumbarse un régimen.
El problema es que la gente va a votar y lo hará por quien mejor se las ingenie para convencerla sin necesidad de organizarse como un partido tradicional. Los populistas saben de eso mejor que otros. La esperanza es que la gente se las ingenie para descubrir, a pesar de su desconfianza hacia medios y de expertos, quién la engaña y quién la puede representar de verdad. Ojalá adivináramos qué reductos de institucionalidad y de intermediarios profesionales dejará en pie este individualismo de masas.
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