“Los retos en el ámbito laboral, de la productividad, tecnológico, social y ambiental, por señalar algunos, requieren trabajar con urgencia un paquete de reformas”. (Foto referencial: Lino Chipana/El Comercio).
“Los retos en el ámbito laboral, de la productividad, tecnológico, social y ambiental, por señalar algunos, requieren trabajar con urgencia un paquete de reformas”. (Foto referencial: Lino Chipana/El Comercio).
/ LINO CHIPANA / EL COMERCIO
Juan José Garrido

El 28 de julio de 1980 juraba el presidente Fernando Belaunde y, con ello, el Perú recobraba la senda democrática tras 12 años de dictadura militar. Eso es lo que todos vimos. Lo que no vimos entonces, o pocos vieron, es que recobrábamos también la capacidad de establecer una hoja de ruta hacia el futuro y los retos que la globalización planteaba.

Cierto, el Muro de Berlín caería nueve años después, pero los signos de crisis en 1980 hacían evidente tanto la necesidad como las razones (el enésimo experimento socialista): una inflación cercana al 60% evidenciaba una inadecuada gestión monetaria; las pérdidas multimillonarias de la apuesta por el Estado empresario eran otra señal, así como la contracción de la actividad privada (en el agro, luego del colapso generado por la reforma agraria, la pérdida de productividad en la industria, etc.). Las razones sobre por qué no se hicieron las reformas podrán ser estudiadas; pero de que había necesidad de una reforma seria y bajo un consenso quedan pocas dudas.

El 22 de noviembre del 2000, juró Valentín Paniagua y, con ello, se abría nuevamente la puerta para el establecimiento de una hoja de ruta que nos permitiese recuperar los espacios perdidos durante la autocracia fujimorista.

Si bien la economía no presentaba problemas estructurales como en 1980, nuestras instituciones habían sido violentadas durante una década y requeríamos un amplio paquete de reformas “de segundo piso” (administración de justicia, partidos políticos, militares y policía, organismos gubernamentales, etc.). Nuevamente, el ‘establishment’ político y sus satélites pusieron el énfasis en aprovechar el caos antes que en establecer los pilares para un desarrollo sostenido y duradero.

Hoy no salimos de una crisis político-económica, como en 1980, o político-institucional, como en el 2000. En semanas jurará el Congreso complementario, en el 2021 tendremos nuestra quinta elección democrática, nuestra economía crece por encima del promedio regional y la sociedad vive una relativa estabilidad en comparación con nuestros vecinos. No obstante, el futuro inmediato presenta riesgos y amenazas evidentes. Nuestra estructura, como sabemos, mantiene algunos registros de solidez (sobre todo en lo económico, aunque también aquí comienzan a verse grietas). No así en otros ámbitos, en los que una crisis transparentaría nuestra realidad sin rubor.

Nuestros escenarios al 2050 exhiben la necesidad de lograr consensos para las reformas pendientes. Los retos en el ámbito laboral, de la productividad, tecnológico, social y ambiental, por señalar algunos, requieren trabajar con urgencia un paquete de reformas que nos permita competir con los países desarrollados.

A diferencia de 1980 y el 2000, cuando los políticos podían esgrimir la falta de recursos o la inestabilidad política y económica como excusa para postergar los acuerdos, hoy el mundo avanza por una sana mezcla de políticas económicas responsables y una mayor preocupación por condiciones similares para los ciudadanos.

Que vivimos en una sociedad polarizada, donde las partes se ven como enemigas, qué duda cabe. Pero quizá si miramos lo que hemos transcurrido en los últimos 50 años, podamos entender que pocas veces hemos vivido un mejor momento para buscar ese consenso.

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