"Mi rechazo a la vacancia presidencial no nace de mi simpatía por Martín Vizcarra quien, antes de ser juzgado por supuestos delitos en perjuicio del Estado, ha confirmado que su lealtad es hacia sí mismo". (AP Photo/Rodrigo Abd)
"Mi rechazo a la vacancia presidencial no nace de mi simpatía por Martín Vizcarra quien, antes de ser juzgado por supuestos delitos en perjuicio del Estado, ha confirmado que su lealtad es hacia sí mismo". (AP Photo/Rodrigo Abd)
/ Rodrigo Abd
Carmen McEvoy

Hace poco alerté sobre la posibilidad de que un sentenciado por homicidio simple nos lanzase al agujero negro como antesala a su liberación carcelaria. Ahí estamos y aún no sabemos cómo salir de esta posvacancia –validada por un absurdo y vetusto mecanismo del siglo XIX– que ha generado la enésima crisis de gobernabilidad de esta administración.

Mi rechazo a la vacancia presidencial no nace de mi simpatía por Martín Vizcarra quien, antes de ser juzgado por supuestos delitos en perjuicio del Estado, ha confirmado que su lealtad es hacia sí mismo. Su vena traicionera no debe sorprender, ya que esa es la estrategia para sobrevivir en el mundo de lobos que el exgobernador de Moquegua conoce al derecho y al revés. Como también lo conoce Manuel Merino, quien no dudó en colgarse la banda presidencial sin medir las terribles consecuencias de su temeridad, que tiene al Perú en vilo y movilizado.

He escrito sobre la traición condenable no solo a nivel privado sino, por las implicancias que tiene en la disolución de los vínculos sociales, en la esfera de la política. Ciertamente, la traición puede terminar, como ocurre en el Perú, entregando a la patria a los rufianes de turno.

Forjadores de nuestra cultura política, los caudillos –expertos en vender el alma al diablo por llegar al poder– instalaron la traición a sangre y fuego en nuestro ADN político. Tanto es así que el militar cuya estrategia y arrojo nos llevó al triunfo en Ayacucho, fue removido del poder entre gallos y medianoche por sus camaradas de armas. El mariscal La Mar fue deportado, ilegalmente, a Costa Rica donde murió, no sin antes escribir dramáticas cartas al Congreso para defender su honor de soldado de la República.

En su camino frenético a una presidencia, usualmente fugaz, los Gamarra, Santa Cruz, Echenique o Castilla petardearon un sistema herido de muerte al nacer para devolverlo a una existencia zombi con ingentes cantidades de guano, corrupción y, por supuesto, traición. La creación del Estado Peruano no fue producto de un trabajo en equipo en aras del bien común sino “un laberinto” de pasiones “capaz de confundir” al mismo demonio, como un testigo de la época crudamente lo describió. “El alma se aflige profundamente” al ver “tantos delirios extravagantes” tanta “pueril vanidad”, escribió en 1837 José María de Pando. Aquel deleznable cimiento político, basado en egos enloquecidos, estaba condenado a la disolución. Y eso fue lo que ocurrió unos años antes de la Guerra del Pacífico, que nos encontró, como ahora, quebrados política, moral y económicamente. A estas alturas nadie duda que el nuestro es un país de exclusiones, y yo añadiría de traición y rapacidad suprema en el espacio de nuestro peculiar agujero negro.

Los agujeros negros son generados cuando una estrella masiva muere y su masa cae o implosiona en un punto proporcionalmente más pequeño en el espacio. Todo lo que está en el borde limítrofe del agujero, “el horizonte del evento”, arrastra hacia adentro la luz y la materia que lo rodea. ¿Cuál es la naturaleza de la masa política acumulada en nuestro agujero negro que arrastra todas las buenas intenciones a la nada mientras los denominados “gánsteres de la política” dominan el libreto, boicoteando –una y otra vez– reformas que no favorecen a sus intereses personales?

Nacimos a la vida republicana con una opinión pública activa sostenida en movilizaciones callejeras que lograron defender el sistema representativo que tambaleaba, en medio de la intriga y la prepotencia. En el tráfago de la guerra que siguió, las instituciones volaron en mil pedazos, recomponiéndose malamente para volverse a destruir.

El problema peruano es de explotación y marginación social, pero también de ausencia de instituciones sólidas que nos protejan de los depredadores de turno. Las movilizaciones ciudadanas que han cumplido un papel estelar en nuestra historia republicana son la llamada de atención, pero el horizonte que nos liberará del eterno retorno al agujero negro, regido por las más bajas pasiones, debe ser la construcción de instituciones. Entre ellas un sistema partidario que exprese los sueños de los jóvenes que hoy se unen a la cruzada por una república de verdad. Si no lo hacemos, seguiremos en ese mismo lugar donde las reglas las imponen los de siempre, que hoy se apellidan Luna y hace casi dos siglos, Echenique. Los señores de la guerra y sus mayordomos envolviendo a la república peruana en la más terrible oscuridad.