Se suponía que habíamos salido de la etapa de las fábulas. El mundo lleva más de dos siglos en la nueva Era de la Ilustración, dos siglos de descubrimiento científico y creación de instrumentos matemáticos y estadísticos, una nueva etapa que parecía ofrecer la posibilidad de un ordenamiento humano más productivo y menos autoritario. Durante milenios, el principal instrumento para ordenar y encauzar a la humanidad había sido la historia, disciplina entendida como una colección de fábulas supernaturales y humanas, cargadas de mandamientos sutiles o más directos, que servían para el necesario acorralamiento de una humanidad moldeada durante milenios para la vida familiar o tribal, en comunidades, naciones y religiones. Así lo entendió Voltaire. ¿Y quién mejor para captar ese mensaje que Napoleón, quien definió la historia como “un conjunto de mentiras acordadas”?
Pero Voltaire y Napoleón hablaban de un mundo que ya terminaba. El nuevo horizonte traía ciencia, educación masiva, y una historia menos manipulativa, que sería instrumento, más bien, para liberar al individuo y defendernos de los Napoleones. Años después, George Orwell y Aldous Huxley se rieron de esa ilusión, Orwell con su novela “1984″, y Huxley con “Un mundo feliz”, pero sus voces –que hoy resultan extraordinariamente preclaras– terminaron ahogadas por una ola global científica y democratizante, y de gobiernos que empoderaban sustancialmente al individuo.
En el nuevo contexto actual, de multiplicada presencia y valoración de la ciencia, ¿cómo ha sido la evolución de nuestra historiografía? El punto de partida en nuestro caso es el de un país que, por su variada, larga, y dramática historia ha sido particularmente rica para la creación de fábulas y nuestra historia precolombina dependía mayormente de las fábulas de los incas, una literatura que sin duda encajaba con la definición de Voltaire y Napoleón. Pero una colección reciente editada por el BCR ha recogido un magnífico conjunto de nuevos y recientes descubrimientos que escapan de las fuentes fabularias originales y descansan en gran parte en un variado conjunto de descubrimientos arqueológicos y de variadas lógicas geográficas y antropológicas. De igual manera, la historia económica desde la conquista se viene desarrollando en base a un gran número de fuentes registrales, y que van modificando o reemplazando las interpretaciones originales de alto contenido de fábula, con interpretaciones enriquecidas por el trabajo científico de varias disciplinas.
Sin embargo, a pesar del avance hacia una historia más científica y menos manipulativa, la fuerza de las fábulas sigue siendo alta. Un ejemplo anecdótico es la figura del Perú de Antonio Raimondi –un mendigo sentado en un banco de oro– que sigue siendo parte del curricular escolar a pesar de la conclusión fuertemente documentada del sociólogo Giovanni Bonfiglio, descartando la autoría de Raimondi de dicha frase. Lo lamentable no es tanto la atribución a Raimondi sino el muy debatible mensaje. Otro ejemplo es la insistente atribución de un fuerte comunitarismo a la población rural, caricatura que se presta para el debate político, pero que obvia las grandes diferencias económicas y de poder que han caracterizado a cada pequeña población o comunidad, incluso aumentando durante el último siglo.
Pero la fábula que quizás más consecuencias ha tenido, y que más obviamente niega una realidad documentada, se refiere a la supuesta extrema concentración de tierras agrícolas antes de la reforma agraria. Se trata de una “verdad” casi imposible de erradicar a pesar de la sólida evidencia de los censos realizados en 1961 y en 1972, cuyos datos fueron analizados y publicados primero por la comisión internacional CIDA, entidad que asesoro al Gobierno Peruano durante los años sesenta, y luego por el economista agrario José María Caballero. La fuerte inclinación de izquierda política de Caballero no le impidió publicar datos que mostraban que la verdadera participación de las haciendas grandes, de más de 500 hectáreas, no era el 80% del área agrícola sino de solo el 20% cuando se tomaba en cuenta la gigantesca diferencia productiva entre una hectárea de tierra de cultivo y una hectárea de pasto. Las haciendas eran dueñas de grandes extensiones de pastos de bajísimo valor productivo. Como esa, la historia que recibimos en colegios sigue teniendo un fuerte contenido de fábula.