En el año 2000 d.C., se estrenó “Gladiador”, una película dirigida por el mítico Ridley Scott que nos legó “Alien: el octavo pasajero” y “Blade Runner”. Era una apuesta arriesgada porque el cine de espadas y sandalias había tenido un auge medio siglo antes con épicas bíblicas que dieron paso a mezclas estrambóticas del cine italiano en el que aparecía anacrónicamente Hércules o Sansón luchando contra griegos, romanos o monstruos míticos. Eran películas que traslucían la idea del macho alfa, que imaginaban una Roma impecable y de mármol.
“Gladiador” reactualizaba estos temas, pero astutamente se ubicaba en una visión más cotidiana de Roma y, sin perder la espectacularidad, se centraba en la psicología melancólica y llena de ira contenida del personaje principal interpretado por un inspirado Russell Crowe.
Scott nos devuelve a Roma y ya podemos ver la segunda parte de su saga en los cines peruanos. Los hechos ocurren casi dos décadas después de los eventos de la primera película. El Imperio Romano está en plena decadencia y el sueño de Marco Aurelio de una Roma acogedora y justa se desvanece ante la corrupción de los emperadores.
Aquí ocurre algo interesante: es inevitable que nos proyectemos y veamos un marco en el que el Imperio Romano no aparezca lejano, sino como una copia de nuestra situación. Esto nos lleva a pensar en la deuda que Occidente tiene con la antigua roma en cuanto a leyes, arquitectura y sistemas administrativos. También nos revela cómo el cine opera como un eje de construcción de imaginarios. Lo cierto es que en Roma, como en la sociedad peruana, el chisme de la vida de los políticos nos ayuda no solo a acercarlos a nuestra cotidianidad, sino a leer la corrupción que traen entre manos.
Esto tiene una razón interesante y es que Suetonio, autor romano que nos legó la biografía de los emperadores en una obra del año 121 d.C., hizo énfasis de manera curiosa en los chismes y las costumbres morbosas de los césares. Suetonio y sus indiscreciones han influido en obras posteriores y nos han ayudado a perfilar una conexión entre los juegos políticos romanos, con sus puñaladas en la espalda y funcionarios corruptos, con nuestra realidad cotidiana política.
Si bien nuestros gobernantes todavía (casi) no hacen el equivalente a incendiar Roma o establecer un coliseo para ejecuciones, es evidente que se mueven en un ámbito de frivolidades y traiciones. Ni Suetonio con todo su morbo hubiera imaginado que en el Perú, desde el 2000 (precisamente cuando se estrenó la primera película “Gladiador”) hasta la fecha, los gobiernos han caído o entrado en crisis por chismes, audios, videos ocultos o evidencias de frivolidades que lamentablemente siempre traslucen corrupción.
Volver a ver a los romanos y sus túnicas en las películas nos recuerda, dejando los efectos especiales y los estereotipos de lado, que la concentración del poder en pocas personas es algo peligroso, que los gobernantes deben ser vigilados y que ningún poder despótico y tiránico puede durar un período largo. También recordamos que quienes crearon las leyes que siglos después siguen siendo parte de nuestro Código Civil fueron los primeros en quebrantarlas. Culturalmente hablando, tenían razón al sugerir que Roma sería eterna, en lo bueno y en lo malo.
A diferencia de nuestras autoridades, los romanos sabían que el poder era pasajero y que al final nadie era tan poderoso como para escapar de las consecuencias de sus obras. Detrás de un emperador o un general victorioso en un desfile triunfal, un esclavo le sostenía la corona de laurel y le susurraba: “recuerda que solo eres un humano”.