El 8 de junio de 1928 nació en el seno de una familia limeña Gustavo Gutiérrez, quien siempre ha estado al lado de la liberación humana sobre cualquier forma de dominación, sobre todo de la liberación de los pobres.
Lo conocí primero por su libro más famoso: “Teología de la liberación: perspectivas” (porque tiene otros, por ejemplo, “La fuerza histórica de los pobres”). Lo leí en un viaje que hice en ómnibus de Lima a Tingo María. Era 1976, la obra me impactó fuertemente porque expresaba lo que muchos jóvenes católicos en aquella época sentíamos y reclamábamos en busca de la sociedad justa.
Unos años más tarde, mi padre me presentó a Gutiérrez en una reunión. Mi padre, el filósofo Francisco Miró Quesada Cantuarias, escribió un artículo en el Suplemento Dominical que tituló “De la biblia de Valverde a la biblia de Gutiérrez”. El título por sí solo se explica.
En un primer acto, durante la conquista del Perú, la Biblia fue utilizada por el dominador. En un segundo acto, siglos después, la Biblia recupera a través de la palabra de Cristo su verdadero sentido, aquel del amor al prójimo. Por ello, el compromiso por la liberación del ser humano ante cualquier forma de dominación. Cristo, el Hijo de Dios, no vino al mundo a dominar, sino a liberar al hombre del peor mal: el pecado.
Me encontré con Gutiérrez en otras oportunidades a comienzos de los años noventa y cuando esta década concluía. En el primer caso porque compartimos una mesa, que había sido convocada por César Rodríguez Rabanal, para inaugurar la creación del Foro Democrático, que hasta la caída del dictador Alberto Fujimori cumplió un rol fundamental en defensa de los valores y principios democráticos denunciando los abusos, excesos y corrupciones del régimen fujimorista.
Luego, en 1999, volvimos a encontrarnos en la ciudad francesa de Pau, capital de una región que se llama el Bearne, donde queda Lourdes y en donde se creó la famosa salsa bearnesa que en el Perú le decimos bernesa, como si fuera de Berna, capital de Suiza.
El peruanista francés Roland Forgues organizó un coloquio titulado Europa y América Latina al Alba del Tercer Milenio. Ahí escuchamos los argumentos de Gustavo sobre la liberación.
El evento se desarrollaba normalmente hasta que recibí una penosa y dolorosa noticia justo en el momento en que me tocaba exponer mi ponencia: mi suegro, Luis Westphalen Milano, había fallecido. Tuve que sacar fuerzas de la nada para poder exponer, aunque la verdad es que corté mi presentación porque el dolor me impedía continuar hablando con tranquilidad y fluidez.
Fue en este momento que Gutiérrez se enteró del hecho y vino a consolar a mi esposa, a mi hija y a mí. Un acto que siempre recordamos en la familia con gratitud. Ahí vi su otra faceta, ya no la del teólogo profundo, del pensador, el escritor y docente, sino la del sacerdote dispuesto a apoyar a las personas que sufren por el dolor, la actitud del verdadero cristiano. Porque Dios-Cristo pide a los cristianos –no solo a los curas– servir a los demás: “El que quiere ser grande, que se haga servidor de todos, y el que quiere ser primero, que sea esclavo de todos” (Marcos 10, 35-45).
Por eso, al menos para mí, la teología de la liberación es el cumplimiento de la palabra del Señor. Una actitud ante Dios, ante la vida y ante el mundo. Los cristianos debemos tener un compromiso permanente con la liberación contra toda forma de dominación y en el camino erradicar la pobreza de la faz de la tierra, que en el fondo es el destino histórico de la humanidad. Cuando esto se logre, será el momento más sublime en el ser humano, porque habrá triunfado la justicia necesaria para alcanzar la paz.
Él, sin duda, ha contribuido denodadamente para que se pueda cumplir este destino, a través de una fascinante obra que fue reconocida con el Premio Príncipe de Asturias.