Cunde la preocupación y la desilusión en cuanto a nuestra democracia. A diario se reclama que la corrupción y la inseguridad han aumentado, que la ejecución de los ministerios y de los gobiernos locales se ha vuelto menos eficaz, y que el avance de la economía se ha estancado. Lo que no queda claro, por lo difícil que es hacer comparaciones con otros períodos de gobierno, es si efectivamente esos males hoy son mayores. Los historiadores nos aseguran que la corrupción ha sido una constante tanto en la colonia como en la República. Alfonso Quiroz, en particular, se tomó el trabajo de hacer un inventario de las acusaciones a través de los siglos, identificando etapas de mayor y menor corrupción pero dejando en claro que el fenómeno ha sido parte de la peruanidad. Y tanto la calidad ejecutiva de la gestión gubernamental como el grado de inseguridad ciudadana carecen de mediciones estadísticamente válidas para distintas etapas de la historia.
Lo que sí se puede precisar con estadísticas es que el dinamismo actual de la economía es menor al promedio registrado durante los años anteriores. Sin embargo, la diferencia resulta ser menor a lo que se cree, especialmente porque el aumento de la población ha disminuido. Así, el crecimiento del PBI por persona este año será del orden de 2,5%, menor al promedio de 3,2% al año registrado entre 1990 y el 2016, pero no una diferencia que justifique las acusaciones alarmadas de un estancamiento.
Para entender las versiones que insisten en un grave deterioro en nuestra gobernanza convendría echar una mirada a otros países donde, lo que salta a la vista es que esas mismas críticas y preocupaciones son compartidas en la mayoría de las democracias del mundo. Incluso, con la misma rapidez de una gripe que de un día para otro tumba a gran parte de los alumnos en un colegio, las democracias del mundo han sido afectadas por un inesperado e incapacitante virus. Incluso los casos más saltantes de ese deterioro gubernamental incluyen las democracias icónicas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, pero además otros países de Europa, y muchos países en desarrollo como las Filipinas, Brasil y México. Las características principales del virus incluyen un retorno al populismo y al racismo, un crecido nivel de antagonismo y cólera, y un deterioro en la capacidad de los gobiernos para la buena gestión económica y social. Todo indica que nuestros males son parte de una enfermedad cuyas causas no son exclusivas al Perú sino compartidas con gran parte del mundo.
Me atrevo a sugerir una explicación, partiendo de mi teoría casera de los requisitos de una democracia efectiva. Los requisitos más conocidos son los de la estructura legal acerca de los componentes institucionales y procedimientos para el reparto democrático del poder, que podríamos definir como el hardware de una democracia. Pero la democracia requiere contar además con una cultura de trato, respeto, tolerancia, razonamiento, y de alternancias, arreglos y transacciones, lo que podríamos definir como el software informal de la democracia. El virus que hoy afecta a tanta democracia en el mundo claramente no es atribuible a los componentes legales y formales. Todo indicaría, más bien, que el virus ha sido producido por una descomposición en los componentes informales del buen gobierno, la cultura de trato, comunicación e interrelación entre personas; o sea, en el software del gobierno democrático.
¿Cuál sería la causa de esa descomposición? El origen del mal, creo, se encuentra en los extraordinarios cambios en la tecnología, frecuencia y costo de la comunicación, primero con la llegada de la televisión, y luego con Internet y las redes sociales. En todo el mundo la repentina facilidad y el abaratamiento de la comunicación han tenido como resultado un aumento radical en la frecuencia del intercambio de información y opinión. Lo que antes se realizaba mayormente en forma personal, por escrito o cara a cara, y además en forma ocasional debido a sus costos, hoy se ha vuelto una comunicación casi sin costo y sin parar, en efecto, un diluvio comunicativo que, además, es en gran parte impersonal. El resultado ha sido una especie de dependencia tóxica. Los medios son consultados casi continuamente, y para asegurar esas consultas, los proveedores de información elevan el contenido emotivo y llamativo, levantando el peso de la imagen a costa de la sustancia. Lo mediático es casi lo opuesto a las virtudes informales del buen trato, el necesario software de los de una buena democracia. La información es esencial para una buena democracia, pero es necesario que las formas de provisión respeten y no destruyan el software informal de ese gobierno.