“Dado que el mundo está tan lleno de muerte y horror, intento una y otra vez consolar mi corazón y recoger las flores que crecen en medio del infierno”, señaló el extraordinario escritor Hermann Hesse (1877-1962) en su libro “Narciso y Goldmundo”. Para un intelectual cuya mayor preocupación fue la búsqueda personal, superar lo binario contenía las claves para sobrevivir en un mundo complejo. Hesse sufrió dos guerras mundiales y nos regaló libros tan entrañables como “El lobo estepario”, “Siddhartha” o “El juego de los abalorios”. No cabe la menor duda de que fue su magistral dominio de la palabra lo que le permitió compartir conceptos de gran utilidad para nuestra breve jornada vital, cuyo inevitable destino es la muerte. En “Narciso y Goldmundo”, un libro perfecto para estos tiempos de horrores inimaginables, el pensador alemán exploró el valor de la amistad incondicional en una senda plagada de laberintos, pero también la noción de la vida como escuela, donde la riqueza no se mide en posesiones materiales, sino en experiencias trascendentes. A través de estas últimas, muchas veces marcadas por la violencia, el ser humano aprende a amar, pero también a perdonar, a ser agradecido y a enfrentar sus miedos con la finalidad de forjar un difícil equilibrio entre la mente y el corazón.
Hesse, quien además de escribir pintaba, le otorgó un papel estelar a la creatividad humana definida como la expresión más acabada de un “alma en movimiento”. Y fue en uno de esos espacios, donde almas peruanas en movimiento perpetuo se cobijan de un horror inacabable, que escuché las palabras del diseñador cusqueño Edward Venero. Como director de la Escuela de Arte, Moda y Diseño Textil de la PUCP, Venero abrió con un breve discurso la presentación de una serie de propuestas disruptivas. A mí me quedó claro que tanto los profesores como los graduados, que egresaron esta semana de un programa realmente innovador, celebraban, junto a sus invitados, la extraordinaria diversidad que tiene el Perú. Partiendo del binomio “destejer y desbaratar”, muy acorde con los tiempos de crisis profunda y cambio de paradigmas, la idea de que el diseño peruano se convierta en un “acto de resistencia y reivindicación” de “saberes locales” remite directamente a esas flores cultivadas en el infierno hessiano. Y, en ese mismo sentido, el de recuperación de una identidad riquísima en medio del pantano de la indolencia estatal, nos habla, también, el libro “Cartografía histórica del Perú. Desde 1529 hasta el siglo XXI”. Una obra monumental concebida y coordinada por Elizabeth Montañez Sanabria y publicada por la editorial de la PUCP. Porque nada mejor que homenajear a nuestra república bicentenaria, ahora en manos de rufianes y forajidos, recorriendo su geografía. Un territorio inconmensurable, donde las fronteras se diluyeron alguna vez en un tiempo mágico, testigo de las sucesivas oleadas civilizatorias –Caral, Chavín, Wari, Paracas o Chancay– que irán poblando a nuestro Perú milenario.
En este último retorno a la patria, que imaginé sería muy doloroso debido a la degradación política y a la ausencia de ética de quienes nos ‘gobiernan’, tuve la oportunidad de ver y escuchar muchas historias de creatividad ilimitada. En ellas, citando a Venero, es posible transformar “la adversidad en belleza y significado”. Mientras escribo esta última columna del 2024 poblado de desafíos, pienso en el gran violinista peruano Eduardo Ríos que en este momento nos representa en los escenarios mundiales, recogiendo, en su propio estilo, el legado y la excelencia de Máximo Damián Huamaní, a quien José María Arguedas le dedicó “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. Pasando a otro de los almácigos de flores, cultivadas en medio de la indolencia y la violencia, aparece la historia de Alinti, un aparato tecnológico que se instala debajo de las raíces para convertir la fotosíntesis en electricidad, proporcionado energía renovable con un costo mínimo. Este premio, señala su inventor Hernán Asto –refiriéndose al promovido por NTT Data Foundation–, “supone un impulso para seguir adelante”. Hablando de ello, ayer fui a comprar regalos navideños para mis nietas en una de nuestras maravillosas ferias artesanales y mientras esperaba que me los empaquetaran la señora que me atendía puso en mis manos un puñado de huairuros de regalo. “Lléveles la suerte para que todo les vaya bien en la vida”. En ese momento verifiqué nuestros múltiples niveles de resistencia y que, a pesar de lo desolador del presente, nunca nos vencerán si entendemos la potencia cultural que por milenios nos sostiene.