La última vez que visité una biblioteca debe haber sido el siglo pasado. Cuando fui estudiante universitaria, las bibliotecas eran nuestro segundo hogar. Había algo mágico en esos enormes edificios llenos de libros donde reinaba el silencio casi sepulcral y en los que había decenas de personas absorbidas por el estudio. No recuerdo bien la forma de los cubículos, ni la disposición de los estantes, pero el silencio y el olor de ese edificio tienen el mismo entrañable espacio en mi memoria que el del café recién hecho.
No sé cuál es la asiduidad con la que los alumnos hoy visitan las bibliotecas de sus universidades o la Biblioteca Nacional. Pero me puedo hacer una idea desde que he regresado a estudiar una maestría y mis clases virtuales me han alejado de esa experiencia que extraño y a la vez no tanto. Hoy no siento esa angustia por la búsqueda de información que me acompañó en el pasado. Acceder a ella era un reto. Recuerdo torturar al encargado de la biblioteca para que me contara quién se había sacado el libro que necesitaba. Luego le hacía la guardia al que lo tenía para que me lo prestara unos minutos para fotocopiarlo.
Ya no me aterra que, llegado el día del examen, se me haya quedado un libro sin consultar. Sé que voy a acceder a él porque la información en línea es superabundante, los libros y artículos científicos están digitalizados, y si quiero absolver alguna duda y le escribo al autor del mismo y lo más probable es que me conteste.
Mi yo de los ochentas no me creería y estaría convencida de que morí y desperté en el paraíso. Extraño, sin embargo, y me disculparán la nostalgia, el valor que le conferíamos a la información. La emoción con la que recibíamos esa revista ya pasada que alguien nos traía del extranjero, la euforia cuando lográbamos encontrar disponible en la biblioteca esa novela que todos estaban leyendo o la esperanza de que la canción que más nos gustaba la pusieran en la radio para grabarla en un casete mientras un locutor nos aguaba la fiesta con su famoso “esto es doble nueve (99.1), la radio rock en Lima”. Éramos unos constantes cazadores de contenidos fragmentados e incompletos, pero teníamos tiempo para devorarlos y valorarlos.
La democratización de la información es, sin dudas, el gran aporte de la tecnología; pero no puedo dejar de pensar que hoy a la información se le ha perdido respeto. Los chicos acumulan toda clase de contenidos y pasan de un interés a otro como si su vida fuera un permanente ‘zapping’. Como todo es tan fácil de conseguir (por lo menos para quienes tienen acceso a Internet) pareciera que el canal de YouTube de un influencer que hace una explicación pobre de la guerra Ucrania-Rusia tiene el mismo valor que el análisis de Yuval Noah Harari. En la prehistoria informativa, nos hubiera costado tanto trabajo acceder al análisis de Harari que lo hubiéramos atesorado, leído y subrayado hasta hacerle hueco a la fotocopia.
El pasado no es un ejemplo en este análisis, es solo un referente para reflexionar sobre el peligro de que los seres humanos nos volvamos sujetos pasivos del conocimiento. Del terror que me produce pensar que los jóvenes son una especie de “Funes, el memorioso”, personaje borgiano, que dotado de una prodigiosa memoria era capaz de recordar cada segundo de su vida. Funes, como los chicos de hoy, no tenía que abstraer la información que recibía, no tenía que escoger, no tenía que esforzarse por privilegiar unos estímulos sobre otros. Y eso lo convertía en un ser que almacenaba tanto información inútil como relevante sin pensar o discernir.
Más no es siempre mejor. Ahí está Funes para recordárnoslo. La próxima semana me daré una vuelta por mi antigua biblioteca. Es hora de recuperar esa emoción que provoca haber encontrado la información.