Nuestro día a día –que indigna y duele– nos distrae de importantes hallazgos históricos. Hace algunas semanas, un grupo de científicos publicó los resultados del análisis del poste de madera tallada que Alberto Giesecke encontró en las excavaciones arqueológicas realizadas en el Templo Pintado de Pachacámac. Es muy probable que sea otro ejemplar de la efigie del dios Pachacámac que Hernando Pizarro lanzó fuera del santuario donde sus sacerdotes la custodiaban. La razón de la ira del extremeño fue, dicen las crónicas, que el ídolo no estaba fabricado del oro que los conquistadores ávidamente buscaban. Luego de casi cinco siglos, el análisis químico del valioso vestigio de la cultura Ychsma concluye que está hecho de huarango y que fue pintado, en diferentes períodos, de rojo, blanco y amarillo. Los estudios de carbono 14 sostienen, además, que el árbol fue cortado entre los años 780 y 876 d.C., lo que ubica a la representación del numen en el período Wari.
Cuando los españoles arribaron a nuestras costas sometieron a sus pobladores, trastocaron su economía y, al llegar a los Andes, fundieron el oro de las piezas más bellas que engalanaban la fantástica ciudad del Cusco. “La historia es una pesadilla de la que estoy tratando de salir” es una frase de James Joyce que muy bien puede aplicarse a cualquier sociedad que, como la nuestra, no termina de enfrentar sus demonios y tragedias, que se remontan a siglos de creatividad pero también de violencia y explotación. Cabe recordar que el nombre del Perú surge en ese lugar del (des)encuentro y la confusión donde Garcilaso le otorga el gentilicio al imperio conquistado, rescatándolo, de acuerdo a Mark Thurner, del abismo y del olvido. En la mismísima periferia colonizada nacen el sujeto y la memoria inicial, y desde ese momento tanto el Perú como su “historia moderna” transitarán a través de los siglos. A pesar de que “el mito de origen” es fascinante y la narrativa puede llevarnos a lugares inimaginables, no es fácil ser historiador en el Perú. Difícil practicar esta noble profesión en tiempos de amnesia colectiva, de generalización de la mentira, de presidentes traidores a su juramento, de destrucción de lugares sagrados –como es el caso de Chinchero– o de la crueldad descuartizadora de la vida. Difícil, también, presidir una comisión para conmemorar nuestro bicentenario cuando cada día se confirma un nuevo robo de documentos históricos sin que nadie mueva un dedo para evitarlo.
Todas las naciones que se ven como sujetos que progresan o evolucionan a través del tiempo, necesitan construir un sujeto que no cambia con la finalidad de reconocerse a sí mismas en medio de variadas circunstancias. Así, “los símbolos nacionales” serán corporizados, en el caso de las repúblicas, en sus banderas, rituales y respectivas constituciones. Expertos en el tema, como es el caso de Prasenjit Duara, señalan que la historia lineal necesita desarrollar un artificio que permita negociar la ruptura entre el pasado y el presente y lo inconmensurable del tiempo en sus dos dimensiones, el flujo constante y la permanencia. Cabe anotar, por otro lado, que el concepto de nación, como un ente inmutable, es una “ficción fundacional” necesaria debido al avance del capitalismo que no solo acelera el tiempo, sino que disuelve todos los significados. El capitalismo, en que el tiempo es dinero, expone a la historia a ser percibida como una sucesión de ‘ahoras’ sin sentido ni norte, carente de metas y proyectos a largo plazo. Y es en ese escenario –huérfano de contenidos– donde nos encontramos, como república inacabada, en vísperas de nuestro bicentenario. Nos tocó conmemorarlo cuando rige en el mundo “la cultura de la modernidad líquida” sin “pueblo que ilustrar y ennoblecer”, sino, como afirma Zygmunt Bauman, solo con “clientes que seducir”. Por ello no resulta una mera casualidad que el presidente se declare jefe del tiempo corto, del gobierno, y no de ese otro más complejo, por la enorme responsabilidad histórica que conlleva. Ser jefe del Estado peruano obliga a vivir no el ahora de la aprobación efímera, sino a cumplir el rol de oficiante y transmisor de un pasado corporizado en la figura presidencial. Una altísima magistratura que exige conducir, a través del tiempo, a una nación soberana que es, además, diversa y milenaria.
Un grupo de arqueólogos, dirigidos por David Beresford-Jones de la Universidad de Cambridge, propuso hace más de una década que la caída de la fabulosa civilización Nasca estuvo relacionada con la tala de sus huarangos, que la hubieran protegido del efecto devastador de El Niño costero. El huarango, afirma Beresford-Jones, es una pieza ecológica fundamental del desierto por todo lo que ofrece al hombre, en especial el amortiguamiento de los efectos extremos de un clima adverso. Ese humilde huarango, que Pizarro despreció por su obsesión con el oro, posee las raíces más profundas que cualquier árbol. Olvidar tus raíces o destruirlas, por cuatro reales, te condena a la desaparición. Y en medio de estas reflexiones vuelvo los ojos a la sonrisa de Rodrigo, el hermoso bebe cuya madre, ofrendando su vida, salvó de la hecatombe de Villa El Salvador; al reconocimiento del quechua como lengua madre o a los logros de los artesanos de Ruraq Maki, que ofrecen su arte milenario ahora online. Es la esperanza enraizada en la vida que se niega a desaparecer.