¿Cuántas veces nos ha sucedido? Conversando con alguien, leyendo un tuit, oyendo una entrevista en la televisión, nos encontramos ante una interpretación de los hechos que nos parece una barbaridad. Y no siempre viene de una persona con una experiencia de vida totalmente diferente. No, proviene de aquel que estudió contigo, que fue amigo cercano, con el cual compartieron un proceso de socialización parecido.
Cuando enfrentamos una interpretación de la realidad muy ajena a la propia, nuestra primera reacción es que al otro le han “lavado el cerebro”, o juzgamos que solo piensa así por intereses mezquinos (económicos o políticos) o que –en todo caso– ha resultado ser un idiota.
Así es como trabaja la ideología. Podemos definirla como un conjunto de teorías, creencias y juicios acerca de cómo funciona la sociedad. Es una visión del mundo. En términos políticos, al ser compartida, cumple la función de mantener al grupo unido, justificar sus acciones y las actitudes de los cófrades. Existen porque son una parte inseparable de la condición humana: somos seres interpretativos y valorativos.
Con frecuencia las ciencias sociales han querido desterrarlas, supuestamente aportando una sola interpretación ‘fidedigna’ de la realidad. Han buscado que la ciencia sea el gran arbitro que permita distinguir entre visiones falsas (o erradas) y lo anclado en lo empírico o históricamente comprobado. Estas pretensiones, sin embargo, jamás han tenido éxito porque son –al fin al cabo– tan ideológicas como las demás (por ejemplo, el liberalismo o marxismo ortodoxo).
Prácticamente toda ideología seria moderna se construye sobre algún tipo de conocimiento científico. Ya no se apela a la superstición o religión. Por ejemplo, ¿qué hacer ante la escasez y especulación de oxígeno medicinal? Rápidamente surgieron dos posiciones encontradas. Los que defendían al mercado (statu quo) porque el mayor precio por balón atraería a más productores aumentando la oferta y disminuyendo el precio. Esto, no obstante, tomaría un tiempo (¡a aguantar la respiración!). Por el otro lado, se encontraban los que apoyaban mecanismos estatales como declarar el oxígeno un bien público, requiriendo la intervención gubernamental en la producción, distribución y regulación de precio a favor del ciudadano, no importando el costo (¿con qué fondos e instituciones?).
¿Quién, entonces, tiene la razón? Es evidente que la ciencia –ante este u otros dilemas– no nos va a dar una respuesta categórica e inequívoca. Y es así porque las interpretaciones sobre lo bueno o malo, lo justo o injusto, lo correcto e incorrecto, dependen más –en última instancia– de la especulación filosófica y no del método científico. Es por esto que creo que el francés Raymond Boudon tenía razón cuando señalaba que el principal problema sociológico no es explicar por qué existen ideologías o tratar de refutarlas, sino más bien entender por qué los individuos depositan tanta fe en planteamientos ideológicos. ¿Por qué –aún cuando se presentan evidencias cuestionándolos– se persiste en apoyarlos?
Boudon postulaba que nuestra racionalidad se encuentra restringida por tres efectos. El primero son los situacionales que surgen de la posición ocupada por el individuo (clase social, intereses, ubicación geográfica, educación, código lingüístico). En pocas palabras, vemos y definimos a la sociedad desde dónde estamos parados. El segundo son los comunicativos, aquellos que surgen por participar en redes que seleccionan y priorizan la información y que están dominadas por ‘expertos’ que traducen contenidos complejos (económicos, científicos, sanitarios) en mensajes comprensibles al lego. Este efecto ha cobrado mayor vida en la actualidad gracias a las redes sociales virtuales. Finalmente, el tercero consiste en los epistemológicos que incluyen el impacto de los paradigmas en boga y el efecto que tienen sobre las preguntas que se hacen y el tipo de evidencia empírica admitida. Por ejemplo, hoy día el neoliberalismo es el paradigma hegemónico y todo discurso ideológico debe tomar posición ante sus planteamientos, sea a favor o en contra.
Para combatir estas racionalidades ‘localizadas’, es necesario deshacernos de los guetos, sean científicos o políticos. Ya estamos observando el peligro de no hacerlo: grupos atrincherados que no escuchan, teorías cuya única validez es la redundancia, ignorantes orgullosos y complacientes y una supina indiferencia hacia el pensamiento crítico.
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