Inocencio es un millonario buena gente. Quiere que su dinero se use en beneficio de la comunidad. Por eso decidió que se construya un hermoso parque público en su barrio. Cogió una maleta, colocó en su interior dos millones de dólares y la dejó en el terreno baldío donde pretendía que se hiciera el parque.
A fin de conseguir que su deseo se hiciera realidad, dejó sobre la maleta un cartel que decía: “Estimados vecinos: soy un colaborador anónimo que desea que se construya un parque en este terreno. Por favor, cojan el dinero, organícense y cumplan mi deseo”.
Por supuesto que nunca se hizo la obra. Los vecinos se abalanzaron sobre el dinero, se lo arrancharon como niños que se lanzan sobre las golosinas que caen de una piñata. Luego compraron automóviles, televisores y viajes a Miami.
Inocencio notó que había hecho algo mal. Donar su dinero de esa manera solo convertía su dinero privado en dinero público. Es decir, convertía el dinero de alguien en el dinero de todos. Y lo que es de todos no es de nadie. Confió en la buena voluntad de los vecinos para atender al bien común y se estrelló de bruces contra la naturaleza humana. La gente, a falta de reglas, usará lo que es para el provecho de todos en provecho propio.
Pero Inocencio quiso insistir en su propósito. Pensó que al confiar en todos no había identificado a las personas correctas para proteger el interés común. “Claro…”, se dijo, “…cada quien está pensando primero en sus propios intereses antes de pensar en los de los demás”. Entonces, para corregir su error trató de encontrar a una persona que no pensara así.
Creyó que debía buscar a un político, de esos que se presentan a las elecciones ofreciendo trabajar por el pueblo. Si esas personas son elegidas es porque los demás piensan que tienen buenas intenciones. Cogió otro par de millones de dólares y los metió en su maleta, pero en lugar de dejarla en la calle, se dirigió al local del gobierno regional, buscó al presidente electo y le dijo: “Mire, quiero construir un parque. Aquí está el dinero necesario. Quiero permanecer en el anonimato, así que le pido que realice mi deseo. No necesito un recibo. Confío en usted porque fue elegido por el pueblo”.
Inocencio regresó feliz a su casa. Pero pasaron las semanas y no se sembraba ni una planta. El presidente regional no lo recibía. Desesperado, fue a buscarlo a su casa, donde constató que se había comprado automóviles, televisores y se había ido a Miami a disfrutar del dinero destinado al parque.
Inocencio descubrió entonces una regla sencilla: si conviertes dinero privado en dinero público (como ocurre con nuestros impuestos) y no estableces reglas para su uso, la gente (no importa si es el pueblo o el funcionario elegido por el pueblo) usará el dinero de todos para provecho privado. Ese es el origen de lo que llamamos corrupción.
No entiendo por qué algunos se asombran de ver a los presidentes de regiones enmarrocados como ladrones de cuarta o a la Comisión Ética del Congreso con parlamentarios (ex voleibolista incluida) haciendo cola para entrar como si fuera un paradero del metropolitano en hora punta. La corrupción es el estado natural al que se llega cuando se entregan recursos ajenos al control de quien no es su dueño. Si Inocencio hubiera celebrado un contrato con alguien para que cumpliera su deseo, hubiera podido exigirle que se haga el parque. Pero si se entrega sin reglas (o habiéndolas, sin que se verifique y exija que estas se cumplan) el efecto natural será el uso de lo público en provecho propio.
El esquema de regionalización entregó transferencias de recursos ingentes del fisco y del canon como quien tira la maleta en medio de un parque. ¿Le parece extraño que se lo agarren? Y es que es un error pensar que los políticos van a las alecciones para servir al pueblo. Van para servirse de lo que es del pueblo, que ni es lo mismo ni es igual.