Juliane Koepcke se salvó de morir tragada por la densa selva en donde había caído el avión que la llevaba a Iquitos porque había escuchado a su papá decir que cuando uno se pierde hay que “buscar una corriente de agua, que lleve a otra más grande, que se convierte en río”. Encontrar ese río la salvó.
Años más tarde, y bien lejos de la Amazonía, en el escenario de “Pájaros en llamas”, dos personajes buscan un río propio que los devuelva a la vida y los rescate de la noche cerrada en la que la repentina muerte de quienes más amaban los había sepultado. Esa cinta de agua ondulante que le salvó la vida a Koepcke atraviesa esta nueva obra de Mariana de Althaus como una tenue frontera entre la vida y la muerte. No menos tenues, pero felizmente además mudables, son las otras fronteras que la obra desordena con tenaz precisión interpelándonos a revisar nuestra posición en ellas.
“El corazón se le rompió”, dice Marisol acerca de la muerte de su papá. El corazón se le rompió de tanto contener en silencio la pena, la vergüenza del origen, el temor del fracaso y la culpa. Pero “en su casa no había la costumbre de hablar” y le agarró el gusto al alcohol. Cuatro meses antes, Lorenzo, la pareja de años de la actriz, había muerto en un accidente de avión.
Por esa misma época, pero en otro lado del planeta, el corazón también se le rompió al papá de Fernando. Había sobrevivido al horror de la muerte de su familia entera, en el mismo avión en el que cayó Juliane, pero durante los años que le quedaron de vida prefirió no hablar de eso y optó “porque las cosas quedaran así”. Sin darse tiempo para el duelo, se había vuelto a casar y había formado una nueva y numerosa familia, y aunque a él no lo tentara el alcohol, lo suyo fue una huida hacia adelante. Se consiguió un trabajo que lo trasladara la mitad del año a un buque en altamar, en las antípodas de su país y lejos de todo lo que quería y le dolía.
Es esta nefasta política del silencio, que literalmente parte en dos el corazón de los padres de Marisol y Fernando, la que sus hijos deciden rasgar, pero no en la intimidad del consultorio, sino en el escenario y frente al gran público. Sus hijos son los personajes, son los actores entregados al ritual del teatro, que es la vida, que es el teatro, donde lo privado ahora es público. En el proceso, los actores/personajes se desnudan y caen como adoloridos fantasmas para lentamente levantarse, incendiarse, volver a caer y renacer de sus cenizas una vez concluido ese trabajo de duelo que sus padres, y los padres de Lorenzo, inmersos en una antigua cultura nacional del silencio, no pudieron hacer.
Lo que inspiran estas historias en el público no es la compasión ni la indignación de los testimonios de justicia transicional con los que estamos familiarizados, sino más bien un incómodo reconocimiento propio en esa fragilidad humana que se despliega despiadada sobre el escenario y de la que nadie está a salvo. La compasión es una emoción que produce desigualdad entre víctima y testigo, el reconocimiento en cambio genera una dosis de complicidad que permite cuestionar las políticas culturales que nos afectan acerca de lo que se debe o no callar.
Esta tercera obra testimonial de Mariana de Althaus viene a sumarse a otras que apuestan también a trabajar con testimonios personales sobre temas no menos tabúes que la muerte, como lo son el acoso sexual (“Larco”, 2016), la comunidad LGTBI (“De la Cruz y Rubio”, 2014) y los hijos de actores de la guerra interna (“Rubio y Tangoa”, 2012). El florecimiento de este nuevo género teatral que desordena las fronteras establecidas entre actor y personaje, lo público y lo privado, lo decible y lo indecible, el arte y la vida promete un nuevo mapa social con límites internos desdibujados que nos permitiría encontrar nuevas corrientes de agua que se conviertan en ríos profundos y sonoros, que no es poco.