En los últimos tiempos, discutimos mucho sobre la creciente influencia de decisiones judiciales sobre la esfera política, y la consiguiente politización de estas. Recientemente, el presidente Pedro Castillo sugirió que las investigaciones fiscales en su contra y de su entorno cercano responderían a motivaciones políticas porque “viene del campo”.
En nuestro país, y en toda América Latina, desde hace algún tiempo analizamos la creciente judicialización de la política. Decisiones que hace algunas décadas se dirimían entre actores políticos, en procesos de negociación y conflicto, empezaron a desplazarse cada vez a ámbitos judiciales. Se trató de un mecanismo por el cual actores con menor poder político relativo podían compensar esta situación apelando a los tribunales de justicia. En la base de esto puede encontrarse ya sea una suerte de reacción conservadora frente al avance de fuerzas cuestionadoras en otras áreas, como una mayor independencia e institucionalización de cuando menos algunas áreas de la administración de justicia que, más bien, permiten cuestionar a poderes tradicionales de facto.
Ciertamente, existe una amplia área de intersección entre el terreno judicial y el juego político. Miembros de cortes constitucionales o miembros de las cortes supremas, en muchos países, son designados por los Congresos, y la conformación de las cortes tienden a reproducir las preferencias y orientaciones ideológicas de las legislaturas. En el Perú, el nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional sigue típicamente esa dinámica. Y cuando el nombramiento de jueces y fiscales sigue lógicas más autónomas, el proceso tiene grandes repercusiones políticas. En general, aunque jueces y fiscales no necesariamente tengan claros alineamientos partidarios, claramente sí siguen alineamientos ideológicos: son más conservadores o más progresistas, tienen visiones más “legalistas” o más “contextuales”, algunos consideran que su intervención debe darse solo cuando es estrictamente necesaria, otros siguen lógicas más “activistas”.
En los últimos años, además, con la proliferación de escándalos de corrupción, las investigaciones judiciales han terminado afectando a las más altas autoridades políticas, y nuestro país destaca internacionalmente porque prácticamente todos sus expresidentes han tenido que enfrentar investigaciones, prisiones preventivas, arrestos y sanciones políticas. Es más, algunas investigaciones han llegado a caracterizar a algunas organizaciones políticas como organizaciones criminales.
En este contexto, alguna literatura, particularmente asociada al análisis de experiencias cono sureñas cercanas a posiciones de izquierda, ha apelado al concepto de ‘lawfare’ para denunciar cómo fuerzas conservadoras habrían utilizado el sistema de justicia para “contener” y, más todavía, acosar y destruir iniciativas de gobiernos de izquierda, citándose los casos de Cristina Fernández, Evo Morales, Lula da Silva y Dilma Rousseff, entre otros. La liberación de Lula, la anulación de sus condenas y la fallida aventura política del juez Sergio Moro, han alentado este tipo de lectura. En nuestro país, por el contrario, han sido políticos más bien de derecha, como Alan García y Keiko Fujimori, los que han denunciado el uso de la justicia por parte de sus adversarios políticos. Resulta interesante preguntarnos cómo así un sistema de justicia que en el pasado se pensaba controlado por el Apra y el fujimorismo habría revertido su lógica de actuación. Hoy, con Castillo en el Perú, el discurso del ‘lawfare’ está siendo usado tanto por derechas como por izquierdas.
Ciertamente, la política se ha judicializado, y ante los casos escandalosos de corrupción al más alto nivel político, es inevitable que haya sido así, y está bien que los políticos que delinquen o piensen en hacerlo sepan que la justicia puede actuar en contra de ellos. También es cierto que en ocasiones fiscales y jueces se exceden, cometen errores y tampoco están exentos de incurrir en casos de corrupción. Al menos, con la pluralidad de actores e instancias involucradas, y el seguimiento de la prensa y la opinión pública, el riesgo de errores y sesgos escandalosos se reduce. Pero la arena judicial ha terminado siendo parte de las disputas políticas, independientemente de nuestras preferencias.