"Les resulta normal que en el Perú se salva el que puede y el que no, se jode". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Les resulta normal que en el Perú se salva el que puede y el que no, se jode". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia del Río

Las famosas “Coplas por la muerte de su padre” de Jorge Manrique suelen citarse para recordarnos que la muerte no hace distingos, que una vez que nos llega la hora da lo mismo el tipo de vida que hayamos tenido o la fortuna que hayamos amasado. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y llegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos”, dice el poeta, y esa es parece una verdad irrefutable.

¿Pero qué pasa con los peruanos antes de morir? ¿Es el cáncer democrático? ¿Mata la diabetes a todos por igual? No siempre. En nuestro país, casi nunca. Pocos aspectos de nuestra sociedad han quedado tan horrendamente expuestos en esta pandemia como la desigualdad. Pocos hechos más vergonzantes como constatar que, más de una década de crecimiento económico, no ha servido para evitar que la vida o muerte de muchos peruanos dependa de su capacidad de pagar diez mil soles por un balón de .

Sí, el coronavirus es una enfermedad terrible que puede destruir los pulmones de cualquier ciudadano, independientemente de su condición social. Pero aquellos que pueden darse el lujo de quedarse en casa, de comprar una mascarilla KN95 o hacer una cola más corta para conseguir una cama UCI en una clínica llevan ventaja, tienen más chance de volver a respirar. Si a la pobreza le agregamos la maldición de vivir en el sector rural, se juntan todas las plagas, ahí ni siquiera hay dónde rogar por atención.

La muerte nos iguala, pero la agonía nos divide. Discrimina, a los que menos tienen, con una crueldad que genera odios, resentimientos, impotencia. El encargado de acortar estas brechas inaceptables siempre ha sido el Estado, un aparato disfuncional, frívolo, ineficiente que ha acostumbrado a los ciudadanos a asumir que la salud no es un derecho, sino un favor por el que hay que suplicar.

Por eso la llegada de la vacuna para librarnos del coronavirus fue tan importante y los peruanos seguimos al avión que traía esas trescientas mil primeras dosis con entusiasmo y algarabía. Por eso muchos no pudieron contener las lágrimas al ver a ese Boeing 777-300 (vuelo AF480) aterrizar en el aeropuerto Jorge Chávez. En los contenedores amarillos que habían viajado por medio mundo llegaba la promesa que salvaría vidas. La esperanza de que ricos y pobres recibirían el mismo trato, la misma chance de sobrevivir.

Pero la ilusión estaba condenada a durarnos poco. La marca Perú volvió a hacerse presente en todo su esplendor: el derecho a la vida pasó por el embudo que les reserva el pico a los de pie, a los caseritos de la cola interminable. Los representantes del Estado, desde el hasta funcionarios de tercera línea; los envarados, los dueños del ensayo clínico festinaron más de cuatrocientas vacunas enrostrándonos que, estando a punto de celebrar doscientos años de nuestra existencia como república, aún hay quienes no pueden darse el lujo de morir, mientras el resto debe ir cavando su tumba.

Si bien todas las caras de la desigualdad, la corrupción y el abuso de poder son deplorables; esta ha resultado devastadora, porque ha demostrado que está tan arraigada la concepción de que hay ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría, que a muchos de los involucrados en el escándalo aún les cuesta entender qué fue lo que hicieron tan mal. Les cuesta reconocer que su vida no es más valiosa que la del otro. Les resulta normal que en el Perú se salva el que puede y el que no, se jode.

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