"Esa vida que Enrique celebró cada día cuando se preocupaba de lo importante, que para él era cocinar para los demás y estar atento a las penas y alegrías de quienes lo rodeaban". (Foto: Archivo personal de la autora)
"Esa vida que Enrique celebró cada día cuando se preocupaba de lo importante, que para él era cocinar para los demás y estar atento a las penas y alegrías de quienes lo rodeaban". (Foto: Archivo personal de la autora)
Carmen McEvoy

La y la sensación de y confusión –usualmente asociada a ella– es el tema de un sinnúmero de autores.

En uno de sus más bellos y poderosos ensayos, por su intento de dotar de cierta racionalidad a lo inexplicable, Michel de Montaigne abordó la mortalidad, que nos define, señalando que la comprensión de la muerte es un prerrequisito para la valoración de la vida. Sin la adquisición de cierta destreza en lo que los antiguos llamaban el “arte de morir”, el placer de vivir simplemente no existiría. Considerando ese vínculo indisoluble, los romanos decidieron parafrasear e incluso dulcificar una palabra que, como en el caso de” muerte”, sonaba dura y ominosa a sus oídos. El “cese de la vida” aludía, en su lugar, a una experiencia que la potencializaba frente a su opuesta, dotando de algún consuelo a los deudos. Más que inculcar el miedo a la muerte, como ocurrió en la Edad Media, cuyo tránsito a la modernidad Montaigne magistralmente representó, el bordelés propuso enfrentarla cara a cara, arrancándole la ventaja innegable que tenía sobre los seres mortales. Hacerla presente desarmaba su extrañeza, reconocía la fragilidad humana y agregaba humildad, pero también un valor incalculable a nuestro tránsito por el mundo. “Cree que cada nuevo día que amanece será el último para ti” susurró el gran Horacio a Montaigne y este nos lo recordó en medio de la peste, la guerra y el fanatismo religioso que azotó su Francia natal.

Al igual que Montaigne, la filósofa contemporánea Martha Nusbaum expresa su admiración por los antiguos, en especial los estoicos. Los discípulos de Zenón pensaban que las emociones incontroladas destruyen el carácter moral y por ello la consigna de la escuela, nacida en Atenas, era “todos somos mortales y pronto partiremos”. Sin embargo, el gran problema de ese aserto reside en proponer que existe un entrenamiento mental para evadir un dolor fuera del control humano. No solo porque “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, sino como muy bien lo subrayó la autora de “Upheaval of Thought”, la reacción del cuerpo ante la muerte es brutal. Pienso, por ejemplo, en esa sensación de un cangrejo caminando por tus entrañas para atenazar lentamente tu corazón, que me embargó cuando partió mi madre y que regresó hace una semana, al perder a mi compañero de toda la vida. “La noche oscura del alma”, frase del genial San Juan de la Cruz se refiere, justamente, a momentos límites de extrema depresión porque descubrimos que todo el instrumental mental acumulado no sirve de nada en el momento de las pruebas supremas. El dolor ante la pérdida de un ser querido viene en olas, paroxismos, aprehensiones súbitas que debilitan las piernas, nublan los ojos y distorsionan por completo la cotidianeidad, escribió Joan Didion, ante la muerte súbita de su esposo, y quienes lo hemos experimentado lo entendemos perfectamente. Así como el hecho de que las palabras no alcanzan para explicar la devastación que la muerte deja entre los vivos. Porque una cosa es el dolor imaginado y otra es la ausencia real, que es vacío y, en consecuencia, destrucción absoluta de todos los significados, por más que, en medio de nuestra pena, imaginemos un futuro encuentro en el más allá.

“Tus memorias con Enrique serán tu fortaleza” me escribió una amiga cuyo compañero falleció en la primera ola del COVID-19, dejándola, como a millones de seres humanos, traumatizada de por vida. Sin embargo, no solo a las memorias amables recurro cuando la pena amaina. El secreto de la sobrevivencia emocional de alguien que –a diferencia de miles de compatriotas– tuvo la suerte de despedirse de su esposo. Considero que es el repositorio de tiernas palabras de consuelo junto al amor de familia y amigos, lo que me va sosteniendo en un camino que será largo y complicado. En estos días he pensado mucho en La Punta, ese distrito tan pequeño rodeado de mar, donde nos conocimos y del cual nos enorgullecemos tanto. No solo porque ahí está el punto de reencuentro con los nuestros, sino porque nos dio la identidad y el sentido de comunidad que nos permitió resistir los embates de la vida. Esa vida que Enrique celebró cada día cuando se preocupaba de lo importante, que para él era cocinar para los demás y estar atento a las penas y alegrías de quienes lo rodeaban. Hoy, a la semana de su partida, plantamos un árbol de mango para celebrar el regalo de una vida intensa que, siguiendo a Montaigne, se engrandece frente a una muerte furtiva que lo encontró durmiendo y en paz.