Giovanni Sartori, destacado filósofo y politólogo italiano, y profesor emérito de la Universidad de Columbia, enseñó durante muchos años reaccionando contra la tendencia economicista en la ciencia política –que comprende la política como una relación de mercado–. Él sostiene que el comportamiento económico se basa en un criterio de utilidad, entendido como la maximización del interés y del beneficio. En cambio, explica, el comportamiento político no se reduce a este criterio minimalista, debido a que el “hombre político manifiesta una variedad de motivaciones”.
Pues bien, lo que busca el comportamiento económico capitalista es el beneficio y el interés personal, sobre todo la acumulación de la riqueza, pero no la distribución de la misma. Si, por algún motivo, esta última se produce –como ha sucedido en sociedades cuya economía está organizada de acuerdo con el libre mercado, como en los Estados Unidos del siglo XX–, se debe a la gran magnitud del crecimiento y no porque sea el objetivo principal. En otras palabras, la distribución es solo un fenómeno colateral, que en el argot económico se conoce como ‘chorreo’.
A diferencia del comportamiento económico, el político busca poder. Este se puede ejercer de dos maneras: autoritario o democrático. Cuando una sociedad acepta vivir de acuerdo a las reglas democráticas, asume los valores de la democracia, que implican un conjunto de principios que nada tienen que ver con la acumulación, el interés, el beneficio, la ganancia o el mercado; sino con la libertad, la igualdad, la dignidad y la solidaridad (que es entendida como la fraternidad, uno de los conceptos de la Revolución Francesa). Como bien responde el sociólogo francés Alain Touraine en su obra “¿Qué es la democracia?”, esta es el reconocimiento del otro.
Sin embargo, en esta época en la que predomina la ideología neoliberal, barnizada de categorías científicas, la política –con mayor rigor, el Estado y sus gobiernos– deben estar sometidos a sus principios y a intereses que no son de todos, sino de un puñado. El Estado debe de funcionar de acuerdo con los designios del mercado, como si esta fuese una palabra sacrosanta. Pero no solo el Estado, sino también la sociedad entera, debe funcionar de acuerdo con una visión particular de la economía que es presentada como única y verdadera por unos tecnócratas que se llaman pragmáticos. Estos últimos consideran que la vida es un negocio, que hay que obtener utilidades por encima de las otras cosas, y les dicen a los ciudadanos lo que debemos hacer, como si fuesen dueños de la verdad, sin siquiera preguntarles a las personas, a los millones de ciudadanos, si están de acuerdo con su verdad. Esta se impone, como si fuera un Estado totalitario.
Además, amparan sus afirmaciones en una serie de datos. Tienen una reverencia por los datos. Son, en el fondo, hiperfactualistas. Una posición igual de ideológica porque, si bien los datos son importantes en cualquier investigación, el aferrarse solo a ellos es caer en el dataísmo. Presentan los datos como verdades irrefutables, cuando estos son un indicador más en todo un proceso de investigación científica. Además, unos datos pueden ser refutados por otros. Como afirma el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, este dataísmo es “una forma pornográfica de conocimiento que anula el pensamiento. No existe un pensamiento basado en datos. Lo único que se basa en los datos es el cálculo”.
Los exégetas del neoliberalismo carecen de capacidad de autocrítica y, por eso, cualquier medida política contraria a su visión del mundo mercadotécnica es populista, comunista, nacionalista, neosocialista e incluso idealista, como si ser idealista fuese algo malo. Sin embargo, no hay nada más cierto que la realidad del ideal. Si no hay ideas, si no hay utopías de las buenas, el mundo y la vida pierden su norte, porque carecen de sentido. Las evidencias nos dicen que en el Perú, habiendo incluso disminuido la pobreza, esta pendía de un hilo y, tras un zamacón de un fenómeno letal como el coronavirus, todo se está derrumbando como un castillo de naipes. Porque simplemente por aplicar la receta neoliberal del Consenso de Washington nos olvidamos de que todo el progreso es fundamentalmente social y no hay que invertir solo pensando en el mercado, el interés, la ganancia y el beneficio, sino en el ser humano. Sin ir tan lejos, y aunque las comparaciones son odiosas, basta el ejemplo de Costa Rica, que invierte hace buen tiempo el 10% de su PBI en educación, el 7% en salud y el 7% en justicia, y es el país con menos muertos por COVID-19 en la región: solo diez. Ello, porque hay Estado, hay política social y, además, por cierto, existe el mercado.
Lamentablemente, el COVID-19 nos ha develado la cruda verdad de que en nuestro país el 1% concentra el 67,3% de la riqueza, y el 10%, el 86% de la misma. Estos también son datos. Terribles datos. Y, por ello, no podemos tener la política del avestruz. Hay que ser autocríticos y, conservando lo bueno, enrumbar a la patria; no por el sendero del Consenso de Washington, sino por la ruta del humanismo, la democracia y los derechos humanos, para que estos no sean simples enunciados, sino la realidad