A los apresurados y sin sustento intentos de vacancia presidencial de diciembre del 2017 y marzo del 2018 ha seguido la disolución del Congreso del 30 de setiembre, esta sí consumada. Se hizo de manera muy poco idónea, con consecuencias negativas para la institucionalidad del país. Y es que una vacancia presidencial o una disolución del Congreso constituyen mecanismos que, dado su traumático impacto en el orden institucional, solo deberían utilizarse de manera responsable en situaciones extremas, respetando con escrupulosidad las formalidades y fundamentándola con estricto rigor.
Como señaló Martín Tanaka en El Comercio, “la constitucionalidad (de la disolución) es ampliamente debatible”. Hay quienes sostienen que es posible cerrar el Congreso argumentando una “negación fáctica” de la cuestión de confianza, mientras que otros consideran que solo podía hacerse si se la rechazaba explícitamente. En todo caso, que respetables juristas discrepen es razón suficiente para que quienes no somos abogados constitucionalistas cuestionemos que una decisión tan extrema como esta sea sujeta a interpretación −donde, además, el intérprete y ejecutor sea la misma parte−. En todo caso, alguna demanda debería ser admitida en el Tribunal Constitucional para que califique la validez de la decisión tomada el 30 de setiembre y termine, ojalá en el plazo más breve, con la incertidumbre instaurada en el país.
Mientras tanto, el presidente Martín Vizcarra requiere mostrar que quiere y puede gobernar el país. Ya no tendrá al frente al Congreso elegido en el 2016, que lo recordaremos como obstruccionista, prepotente y encubridor, y que le ha hecho un daño inconmensurable al país. Como el presidente afirmó el viernes pasado, “los entrampamientos políticos nos quitan tiempo y atención para dedicarnos a lo que es importante”. El Poder Ejecutivo tiene cuatro meses para avanzar en proyectos y reformas institucionales, sociales y económicas, sin el desgaste que implica lidiar con las repetidas invitaciones a comisiones parlamentarias −donde los ministros eran frecuentemente maltratados−, ni tener el reclamo de propuestas populistas o cuestionamientos muchas veces injustificados, pero que, al provenir del Congreso, cobraban una elevada resonancia mediática. Incluso el Poder Ejecutivo puede echar mano a decretos de urgencia con rango de ley que, si bien más adelante deberán ser revisados por el nuevo Congreso, transmitirían vocación de reformas, tan ausente en el ámbito económico durante la gestión del presidente Vizcarra.
Al gobierno le quedan casi dos años de mandato, tiempo suficiente para intentar dejar un legado relevante en este ámbito –así como en seguridad y reformas institucionales, que tocaría a especialistas en la materia desarrollar–. Sería conveniente que la nueva ministra María Antonieta Alva −profesional muy capaz, con excelente formación académica y gran vocación de servicio público− explique al país sus propuestas para reactivar la economía y mejorar su competitividad, dos de las funciones básicas de su cartera. El exministro Carlos Oliva dejó un Plan Nacional de Competitividad y un Plan Nacional de Infraestructura. Como hemos comentado anteriormente, ambos son perfectibles, pero constituyen un buen punto de partida para emprender reformas urgentes en esas áreas.
También el Poder Ejecutivo podría rescatar todos los decretos legislativos de fines del 2016 que fueron derogados o sustancialmente recortados por el Congreso, y aprobarlos, en paquete, como decretos de urgencia. El presidente Vizcarra era parte del gobierno en ese entonces y, como ministro, los aprobó en su momento, por lo que no debería sentir incomodidad en insistir en ellos. Entre ellos estaba, por ejemplo, una ley de expropiaciones que hubiera facilitado tremendamente el avance de proyectos de infraestructura tan necesarios para mejorar la competitividad y calidad de vida de los ciudadanos y que el Congreso derogó sin fundamento.
El mayor riesgo que el Perú enfrenta durante los siguientes meses no es, como se teme en algunos sectores, que el presidente Vizcarra gire radicalmente hacia la izquierda o que quiera perpetuarse en el poder. Que el presidente haya tenido poca convicción para impulsar reformas o para apoyar proyectos de inversión de alto impacto no lo vuelve de izquierda. Sus gabinetes han estado conformados por tecnócratas en parte provenientes de las propias canteras del Estado, muy pocos de izquierda, como podría serlo el primer ministro, quien, sin embargo, salvo algunas declaraciones aisladas, no ha sido un promotor de un giro ideológico del gobierno.
El mayor riesgo real de estos dos años finales del quinquenio es una mediocridad reiterada en la gestión pública, sea en temas económicos como sociales y de seguridad. Y que el Congreso a ser elegido en enero próximo termine estando compuesto mayoritariamente por aventureros e inexpertos, incapaces de cumplir adecuadamente las funciones de fiscalización y legislación que les compete e incluso ser campo fértil para una manipulación por una minoría que pretenda poner en la agenda política la convocatoria de una asamblea constituyente con el propósito de socavar los pilares del modelo económico vigente. Implicaría no solo haber perdido el lustro, sino hipotecar las posibilidades para nuestro futuro.