El virus nos está abriendo los ojos a muchos detalles de la vida colectiva que antes pasábamos por alto. Por ejemplo, la cara multifacética del trabajo. En los lejanos tiempos pre COVID-19, una de las estadísticas más influyentes era la tasa de desempleo; una cifra pequeñita, pero que significaba todo un David frente a los Goliat del BCR y el MEF. Un aumento en el desempleo era casi una orden para pisar el pedal. Pero hasta allí llegaba el tema del empleo. Nadie se molestaba por averiguar quién hace qué, dónde, con qué productividad y qué retornos, con qué horarios, aprendizaje y logística, y en qué combinación y colaboración con otros. Las mil facetas del empleo quedaron como un terreno sin dueño, demasiado sociológico para el economista y demasiado económico para el sociólogo. Los pedestres detalles sobre cómo nos ganamos la vida los ocho millones de hogares peruanos y sobre cómo ese trabajo se engarza con el resto de nuestra vida familiar y social no motivó la investigación académica ni el debate político que hoy servirían para defendernos mejor de los estragos del COVID-19.
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