He escuchado con preocupación a algunos futuros congresistas sostener que “la reforma política puede ser, pero hay que dedicarnos a lo realmente importante para la gente: sus problemas cotidianos”.
Plantear que hay una contradicción entre ambos sería reconocer que no pueden mascar chicle y subir una escalera a la vez. Es no entender que la mala política afecta la economía de múltiples maneras y frena el crecimiento que permite mejorar la vida de la gente.
Cuidado: si seguimos teniendo un sistema político tan grotescamente disfuncional, cada vez estaremos en más riesgo de caer al hoyo; uno oscuro y profundo sobre cuyos frágiles bordes bailamos irresponsablemente “Despacito”, cuando esto es urgente.
Si caemos, se destruirían los insuficientes pero importantes avances que hemos tenido en reducción de la pobreza, en la emergencia ya no tan tímida de clases medias en muchas ciudades, en la mejora de la calidad de vida en el campo, etc.
La gente necesita empezar a confiar en que los políticos pueden entrar a hacer el bien y no a robar o hacer demagogia. Necesitamos predictibilidad, gobiernos razonablemente estables, disminuir la corrupción y ser más eficaces en evitar que los que representan economías ilegales se sigan colando por las rendijas del poder.
Para todo ello las reformas políticas son indispensables.
Ahora bien, hay reformas que sirven y otras que no. Por ejemplo, el haber eliminado la reelección de congresistas, y antes la de alcaldes y gobernadores regionales, es una pésima reforma. Suena justiciera, pero le impide al país aprovechar a los que sí saben hacer bien su trabajo y son honestos. Dos períodos consecutivos, más uno en el llano antes de regresar, sería una decisión mucho más inteligente. Es una pena que no haya condiciones políticas para cambiar esta demagógica medida.
Otra reforma que no cambia mucho, pero que también es muy popular, es la eliminación de la inmunidad parlamentaria. Mucho más interesante sería dejar al pleno de la Corte Suprema (y con plazos perentorios) la decisión. Y, a la vez, aplicar la interesante propuesta del Frepap de “la silla vacía”. El partido que pierde una curul por inconductas de sus congresistas no la puede reemplazar con otro. Ello obligaría a los partidos a cuidarse un poquito con las joyitas que a veces incluyen en sus listas.
Otra que tampoco va a pasar, y sería muy importante, es la de que las elecciones al Congreso sean con la segunda vuelta o un mes después, como ocurre en Francia. Es una forma de conseguir una mayoría en el Congreso para el que gobierne; a la vez, una oposición más cohesionada y, por tanto, más fuerte, en el buen sentido de la palabra. Un Congreso de nueve enanitos, bien difícil que apueste por pocos gigantes.
Hay, sin embargo, algunas reformas necesarias para las que podría haber votos suficientes.
La primera: eliminar las disposiciones transitorias que impuso el fujimorismo sobre el nuevo sistema de partidos. De aplicarse, en las próximas elecciones generales los 24 “partidos” ya inscritos no tendrían, en las primarias de seis meses antes de las elecciones, obligación de que se vote por la ubicación en las listas (voto preferencial adelantado). Por tanto, si pasan la primera valla, irían de frente a la elección de abril para que recién ahí los ciudadanos usen el voto preferencial (o sea, como ha venido siendo con el daño que conocemos).
Pero los nuevos partidos, pongamos entre dos y cinco que entren con las nuevas reglas y también superen las primarias, se sumarían a los anteriores, pero con un régimen diferente: ya no habría para ellos voto preferencial, sino lista cerrada. Ese sancochado tendría que expresarse en una cédula con reglas diferentes. Receta para el caos.
Es posible, también, conseguir un Senado en distrito nacional para una visión menos localista y más serena; a la vez, circunscripciones más pequeñas para los diputados en Lima, lo que ayudaría a una mayor cercanía con el elector y a disminuir el absurdo número de partidos que tenemos.
Con todo ello el Perú podría discutir seriamente propuestas políticas durante varios meses y no vivir en medio de una eclosión de miles de “vota por mí”. Podría haber menos de 10 partidos, ojalá no más de cinco. Podríamos votar informados, sabiendo a ciencia cierta qué tipo de propuestas pueden ser más viables y razonables. Podríamos tener por lo menos cinco debates presidenciales nacionales, cada uno sobre un tema central que pueda ser tocado a profundidad. En fin, todas cosas que hoy no existen.