Vivimos en estado de crispación política. Nada de lo que se haga o diga deja de tener contenido de guerra. Todo es a favor o en contra, todo es a favor o en contra del bien o del mal.
En un estado así ya casi no cabe la discusión, solo son relevantes el ataque y el contrataque, la estrategia y la carga explosiva.
Este fin de semana se presentó el informe de la Comisión Lava Jato. Lo que todos han destacado es que no incluyó, en su recomendación de investigación, ni a Keiko Fujimori ni a Alan García.
¿Cómo la comisión no habría de incluir a Fujimori? O, ¡cómo no! La comisión fue presidida por la congresista del fujimorismo Rosa Bartra y la mayoría fujimorista aprobó su informe.
Blindan a Keiko como blindan a Chávarry, se ha dicho. Y, sin embargo, poco se repara en el hecho de que la comisión se avocó a investigar hechos de corrupción gubernamental. No habiendo sido elegida nunca para el Ejecutivo, Keiko Fujimori no podía ser incluida como materia de esta investigación.
Los actos de corrupción, por supuesto, no se limitan a manejos que puedan darse en el Ejecutivo. También pueden darse desde el Legislativo. Pero el Congreso, ¿podría investigarse a sí mismo? En el Caso Lava Jato, ¿hubo leyes que facilitaran los actos de corrupción?
Es probable que sí, pero nadie se ha enfocado en este aspecto del problema. Obviamente, ha sido más fácil encontrar las evidencias de modificación de decretos supremos y directivas de gobierno. La Comisión Lava Jato recomienda sobre esta base.
Es bueno que se investigue a Toledo, Humala y Kuczynski. Tenemos que saber, en cada uno de esos casos, qué favores recibió la empresa Odebrecht, qué sobrecostos hubo en sus obras y qué beneficios pudieron obtener esos políticos, y de qué forma.
A Keiko Fujimori, por su lado, hay que seguir investigándola por el manejo de dineros en las campañas electorales. No puede incluírsele –debería ser claro– en el paquete de los ex presidentes, porque sencillamente no fue presidente.
Quien recuerde este detalle, en este estado de crispación, arderá en los infiernos de la acusación antifujimorista. Será desterrado del paraíso moral en que se han instalado los adalides de la lucha anticorrupción. Con ellos no van, después de todo, la ley estricta ni la independencia de criterio, solo la incontinencia acusatoria, y la furia.
Con Alan García sucede otro tanto. Si cometió actos de corrupción, no dejó huellas visibles. Jorge Barata acusa a todos, menos a él. “Me hubiera botado a patadas”, ha dicho incluso el testigo, en caso le hubiera hecho una insinuación.
Esta imagen prístina del ex presidente, brindada por el corrupto funcionario de la empresa más corrupta de la historia de América Latina, y una de las más corruptas del mundo, es sin duda una pista.
También es una pista el Cristo de Chorrillos, que donó Odebrecht con un costo de varios millones de dólares. Son pistas, asimismo, las decenas de decretos de urgencia que, de puño y letra de García, favorecieron esas inversiones.
Sabemos que la firma de Alan García favoreció actos de corrupción. Tal es el caso de la conmutación de penas para narcotraficantes, que movió decenas de millones de dólares. Tal es el caso, además, de innumerables actos de corrupción durante su primer gobierno que no pudieron judicializarse.
A Alan García habrá que investigarlo, pero no hay cómo incluirlo en esta lista de Lava Jato. Vistos ambos casos a la distancia, los de Alan García y Keiko Fujimori, no puede no alentarse la imaginación sobre su alianza y su blindaje.
A pesar de todo, hay que tratar de recuperar la serenidad. Se debe avanzar, paso a paso, en las acusaciones y en la investigación. Es una tarea gigantesca y de la que no debemos distraernos por nuestro estado de crispación.
Todo se debe investigar. Si una comisión recomienda investigar a unos cuantos, hay que darle la bienvenida. Ya vendrán otras comisiones. La clave está en que la opinión pública no cese de exigir, siempre, la verdad.