Como los uniformes de nuestros equipos de fútbol profesional, que parecen estar a punto de sacrificar el escudo del club para permitir que quepa todavía una marca más en la camiseta, Lima se ha convertido desde hace ya buen tiempo en territorio liberado para la colocación de publicidad exterior. Fachadas, azoteas, intersecciones, paraderos, buses, casi no hay rincón que se salve. El nivel de hacinamiento publicitario al que nos hemos acostumbrado pasa, sin embargo, por elegante cuando lo comparamos con todo lo que le dejamos poner encima a la ciudad en tiempos de campaña electoral.
Nuestra “fiesta democrática”, un carnaval de vallas y letreros con improvisados símbolos de partidos inexistentes, rostros photoshopeados y eslóganes mentirosos y desgastados, es todo un homenaje a la falta de contenido e imaginación en la actividad política local. Pero, por encima de todo, es la evidencia más irrefutable de lo poco que valoramos al más importante de los elementos de la vida en comunidad: el espacio público, el lugar al que los demás también tienen derecho.
Comparemos nuestro momento con el que ahora mismo vive Hong Kong. Decenas de miles de ciudadanos protestan en las calles contra las restricciones que el Gobierno Chino les sigue imponiendo para elegir a sus autoridades. Pero lo aleccionador, como destacó esta semana la BBC, es el esmero con el que los manifestantes se organizan para combinar el reclamo multitudinario con el más extraordinario respeto por los espacios públicos. Desde el uso de letreros pidiendo disculpas a los transeúntes por los inconvenientes hasta la formación de equipos que recogen toda la basura luego de las jornadas, los habitantes de Hong Kong, que no ponen un pie sobre las zonas verdes durante la protesta, demuestran con su comportamiento lo que en realidad significa sentirse ciudadanos: personas con precisa conciencia tanto de sus derechos como de sus deberes; verdaderos socios de ese gran club que también llamamos sociedad.
El índice de nuestro progreso, si lo hay, deberíamos buscarlo en la calidad de nuestra convivencia en los espacios públicos. Es ahí, al ver cómo manejamos, con qué frecuencia disparamos el claxon o con qué ligereza construimos edificios con más pisos que lo permitido, donde se hace evidente lo lejos que estamos de Hong Kong. Porque sencillamente, así como muchos de nuestros aspirantes a alcaldes, seguimos todos entendiendo el espacio público como tierra de nadie.
Veo la publicidad del próximo CADE, que nos invita a hacer del Perú un país del Primer Mundo mostrando a un viejo microbús que se transforma en un moderno tren urbano, y no puedo evitar pensar que la cosa no va por ahí. Si no conseguimos pasar de meros habitantes a verdaderos ciudadanos, no habrá tren-bala que nos haga llegar al Primer Mundo.