La semana pasada, Chile dio el siguiente paso luego de la sucesión de eventos desencadenados a partir de las masivas protestas de octubre del 2019. Los resultados de las elecciones para la Convención Constituyente fueron un golpe más para la clase política chilena en general –pues triunfaron los independientes–, y para la derecha chilena en particular –que no alcanzó el tercio de miembros requerido para bloquear iniciativas–. Además, en noviembre de este año, el país celebrará sus elecciones presidenciales, en las que el candidato del Partido Comunista, Daniel Jadue, aparece bien posicionado.
Al tiempo de escribir estas líneas, en Colombia tomaba lugar otra jornada de manifestaciones. Lo que empezó como una protesta en contra de una reforma tributaria –ya descartada– se ha transformado en un movimiento mucho más amplio que incluye entre sus demandas más tributos para las grandes empresas, mayor presencia sindical, renta básica de al menos un salario mínimo y defensa de la producción nacional. Aunque hay asuntos muy propios de Colombia en controversia, como la implementación de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC, es difícil no ver ciertos paralelos con el inicio de las protestas en Chile. Para las elecciones presidenciales de mayo del próximo año, Gustavo Petro, líder de izquierda, ex militante del movimiento guerrillero M-19 y exalcalde de Bogotá, encabeza por lejos las preferencias según encuestas recientes.
En el Perú, sabemos, un partido que abraza una visión de izquierda proteccionista, estatista, y escéptica en general de las libertades económicas pasó cómodamente a segunda vuelta en medio de una cancha política muy fraccionada. Las diferencias entre ambos candidatos se han ido acortando con las semanas, pero a la fecha Pedro Castillo, de Perú Libre, aparece primero en todos los sondeos y tiene la primera minoría del nuevo Congreso.
Esta es la paradoja de la Alianza del Pacífico –por lo menos la de sus miembros sudamericanos–. En ningún momento de su historia como en los últimos 30 años estos tres países habían alcanzado estándares de vida tan altos como los que consiguieron hasta el 2019. Aunque con diferencias y errores, el sistema de libertades económicas, responsabilidad fiscal, respeto a la propiedad privada, apertura comercial, entre otros pilares, lograron un enorme ensanchamiento de la clase media y reducciones notables de pobreza en Chile, Colombia y el Perú. No hay indicador objetivo que no haya mejorado, incluyendo los de igualdad de ingresos, educación o salud. Y, sin embargo, movimientos significativos en los tres países buscan volver a las políticas que trajeron malos resultados en la región en los años setenta y ochenta.
Una de las principales lecciones que debería dejar esta potencial puesta en reversa en la orientación de la Alianza del Pacífico es que los buenos resultados generales no son suficientes. Las políticas públicas, incluso las que logran reducir la pobreza, no se defienden solas. Solo son estables cuando se construyen sobre un sistema político sólido y legitimidad popular.
Así, el piloto automático que nos cegaba no era el del sistema económico; el piloto automático que teníamos era la creencia que se podían mantener buenas políticas económicas indefinidamente sin –en paralelo– mejorar los servicios del Estado al ciudadano, fortalecer a los partidos, y explicar consistentemente por qué esas políticas eran importantes. Sin estos tres seguros, azares del destino –como una pandemia en medio de una crisis política– podían poner en riesgo todo lo avanzado. Eventualmente, sucedió.
Existirá la tentación de decir que se ha “agotado” el sistema económico de la Alianza del Pacífico. Nada más lejos de la verdad. La receta básica de apertura comercial, inversión y empleo para reducir pobreza y elevar ingresos sigue tan válida como antes. Lo que sí se está agotando es la paciencia para implementar todo aquello que es tan importante como el sistema económico y que sirve, de paso, para mantenerlo vigente.
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