Patricia del Río

El fenómeno no es nuevo, pero cada vez se presenta de manera más desconcertante. Si los terraplanistas daban risa y los negacionistas del COVID-19, cólera; los impulsores de las nuevas mentiras dan miedo. ¿En qué momento afirmaciones como “Castillo no hizo un golpe de Estado” o “no hay pruebas de corrupción”, se convirtieron en verdades incuestionables para ciertos grupos que las difunden sin vergüenza? ¿Qué ocurrió para que a un chico de 16 años, sin antecedentes violentos, le dispararan en la cabeza y fuera considerado automáticamente un terruco? ¿O para que un palo y una piedra calificaran como armas de destrucción masiva, o una masacre de 28 ciudadanos se difundiera como un logro de la democracia?

Leo redes sociales, medios de comunicación, escucho discusiones familiares y me asalta la sensación de que hemos sido capturados por una locura colectiva de la que nadie quiere salir. Un vecino de Huamanga me manda horrorizado un video en el que se ve a un grupo de militares disparando contra ciudadanos que, a lo mucho, llevan una honda; y horas más tarde encuentro el mismo video en Twitter, con un mensaje que celebra que se haya matado a “esos asesinos”. La misma imagen que denuncia un abuso se convierte en material para justificarlo.

Y la fuerza de ese tipo de tergiversación, que acompaña mensajes tanto de la derecha como de la izquierda, se sustenta en la cantidad de likes que recibe, las veces que será retuiteada, su posibilidad de volverse ‘Trending Topic’ y de saltar, sin ningún esfuerzo, a la portada de diarios y noticieros. Ya no hay verdades que contrastar, ni hechos que mostrar; todo se resume a imponer narrativas y dejarlas correr hasta que la masa indignada santifique cualquier despropósito.

Ya lo decía el psicólogo Jonathan Haidt, en un extenso artículo de abril del 2022, publicado en “The Athlantic” (“Why the Past 10 Years of American Life Have Been Uniquely Stupid”), las redes sociales, que han concentrado los debates, hoy funcionan como plazas públicas donde las masas interactúan sin ningún control ni mesura. En esos nuevos escenarios, que determinan qué información se difunde se mueve una sociedad a la que ya no le interesan el contexto, la proporcionalidad o la verdad.

Decíamos que esta nueva escalada produce terror por un ingrediente que no acompañó en el pasado a los terraplanistas o a los loquitos “Alan vive” que pululan en las redes: el oficial, el del poder económico, político y mediático se lo ha apropiado y se ha entronizado como el mayor generador de medias verdades o mentiras absolutas. Ante el miedo, tal vez justificado, de que los radicalismos de izquierda tomen las riendas del poder se entroniza un radicalismo de derecha que, no por defender el modelo económico de sus sueños, es menos peligroso.

Actores políticos curtidos, líderes de opinión otrora más o menos sensatos, sucumben al discurso paranoico e interpretan la realidad desde el lente rayado de sus intereses. Ya no se necesitan lobbistas ni corruptores que tuerzan las decisiones de nuestras autoridades, la presidenta Boluarte satisface sus mezquindades gratis, con balas y muchísimo entusiasmo.

Más allá de la absoluta injusticia que se está perpetrando contra una población a la que se insiste en tratar como el enemigo, la ceguera ha llegado a tales niveles que se han emprendido campañas de miedo (nunca he visto un paro más inflado que el del 4 de enero) que opacan lo que realmente debiera aterrorizarnos: la furia que el menosprecio ha desatado entre aquellos peruanos hartos de ser considerados nadie y de ser tratados como ninguno.

Si desde Lima se insiste en manejar el país leyendo Twitter y TikTok, mejor vayámonos preparando para una respuesta mucho más violenta de las que hemos visto hasta el momento, en la que probablemente no se disparará ni una bala, pero se usarán los votos como mecanismo para perpetrar una venganza.

Patricia del Río es periodista