Tampoco le faltaba tanto. Antauro Humala, el protagonista del ‘andahuaylazo’, fue liberado un año y siete meses antes de que acabara su condena, gracias a los beneficios que le otorgan los trabajos que realizó en la cárcel, según el INPE. La reacción ha sido de furia e indignación (lo que es comprensible dada la naturaleza de los cargos por los que estaba preso), pero me atrevería a decir que es el fantasma del miedo el que se ha apoderado de ciertas almas.
No podía ser de otra manera. Dueño de una personalidad autoritaria, de un discurso despótico y lleno de ideas dictatoriales, Antauro enarbola dos banderas que suelen resultar atractivas en determinados contextos: la del hombre que “pone orden” y la del que “hace justicia”. Acabar con el caos es algo que los peruanos piden a gritos. Tras cinco años de vacancias, cierres del Congreso y corrupción, la figura del que entra con látigo al templo del desmadre es vista con anhelo. La otra, la del justiciero, genera menos consenso. Enfrenta a una población que ha visto ahondadas sus diferencias, gracias al discurso tan manoseado de la desigualdad del que hace uso este gobierno, con el de quienes parecen siempre estar defendiendo su zona de privilegio. Pone frente a frente, como carneros que se van a aniquilar a cabezazos, a los que no quieren que nada cambie en el sistema económico, con los que buscan refundar el país.
Menudo paraíso en el que ha conseguido su libertad: un país sumido en el caos y dividido hasta la médula. Ni en sus mejores sueños hubiera imaginado un contexto más propicio para que su doctrina tuviera alguna oportunidad.
La pregunta no es qué va a hacer de ahora en adelante Antauro Humala. Cualesquiera que sean sus planes no es el tipo de persona que renuncia a sus aspiraciones por presión, ni que se acobarde. La gran incógnita es cuál es el plan de aquellos peruanos que están cansados de la confrontación constante y que anhelan un futuro menos violento. ¿Cuál es la estrategia para no llegar al 2026 con una cédula de votación en la que desde la esquina derecha nos sonría la misma Keiko de nuestras tres últimas boletas, y en la izquierda nos ausculte Antauro con esa mirada tan dura, tan atemorizante?
Una posibilidad, la más facilista, es promover iniciativas legislativas o reformas electorales para sacarlo de juego. Sin embargo, no solo son ilegales, sino que lo victimizarían, y ya deberíamos haber aprendido que eso nunca funciona. La segunda opción es construir alternativas atractivas, que se alejen de los extremos, y que convenzan a la población de que la democracia tiene aún algo que ofrecer. Sería ideal que surjan candidaturas de centro izquierda y centro derecha que pongan las ideas por delante y que planteen opciones tal vez distantes una de otra, pero no suicidas.
Me temo, sin embargo, que estamos lejísimos de ese escenario. Y no porque no exista gente capaz de llevarlo adelante o porque la población esté lejos de acogerlo, sino porque ya hace tiempo que los extremos y la irracionalidad se apoderaron del discurso político. La izquierda y la derecha más radicales hacen tanto ruido que han silenciado al centro, hoy replegado como esperando mejores tiempos para sacar la cabeza. Así, entre la prepotencia de personajes como Aníbal Torres y Vladimir Cerrón, o la de Daniel Urresti y Rafael López Aliaga que prometen una contienda municipal llena de puyas, o los arrebatos de Patricia Chirinos y Betssy Chávez, el malencarado de Antauro Humala pasa piola, como si fuera una opción un poco más agresiva, pero no tanto.
Por más cuestionable que sea la medida, el problema no es que Antauro Humala haya sido liberado, eso igual iba a ocurrir a más tardar en el 2024. Lo espeluznante es que lo haya hecho justo ahora.