Bien merecido nos lo tenemos los limeños por andar aspirando a vivir en una ciudad menos cavernícola. Nos hemos ganado a pulso cada agotadora cuadra de marcha forzada por habernos pasado los últimos años invocando irresponsablemente a los espíritus del progreso urbano. El trauma nos enseñará a dejar de mirar con angurria la organización y el aire respirable de otras metrópolis que, en su afán por reprimir el caos, han terminado convertidas en prisiones sin barrotes donde cada paso del ciudadano está regulado y del desorden queda apenas un mal recuerdo.
Pero como nunca se sabe con este pueblo aquejado crónicamente de amnesia política, más vale dejar por escrito la pesadilla cotidiana en que podría transformarse la vida de los mazamorreros si se nos vuelve a ocurrir la peregrina, desopilante, tránsfuga idea de soñar con una Lima en full HD.
Que se sepa, y que nadie lo olvide, que en latitudes más cosmopolitas los ciudadanos han sido privados del derecho de botar su basura como buenamente le da la gana, viéndose obligados, so pena de nada despreciables multas, a separarla. Sí, como lo leen, tienen que tomarse el tiempo de separar los desechos orgánicos del papel y del vidrio y del plástico.
Por si con eso todavía no nos aterramos suficiente como para no volver a renegar nunca jamás de la tres veces contaminada villa, con esta seguro que nos quedamos curados del susto: imagínate no poder pintar tu fachada del color que tu decorador, tu arquitecta o tu yogui de cabecera te recomiende sino del que haya determinado tu Municipalidad para preservar algo tan absurdo como la “armonía estética”. Claro que si no estás de acuerdo, no hay problema, puedes mudarte a otro barrio, y a otro y así, hasta que llegues a uno donde las decisiones ediles coincidan con tus gustos cromáticos. Peor aun, parece que hay ciudades donde sin importar lo que estés dispuesto a desembolsar no puedes construir un mamarracho de cuchucientos pisos donde te lo dicte la inconciencia porque, y esto sí ya no se lo van a creer, a nadie se le mueve un pelo cuando un inversionista ofuscado ante la adversidad grita “¡Tú no sabes con quién te estás metiendo!”.
No pues, está bien que uno quiera mejorar pero tampoco es para tanto. ¿Qué vendría después? ¿Cero por ciento de alcohol en la sangre para poder manejar un carro? Habrase visto tamaña majadería.