Alonso Cueto

Cada domingo llego a las afueras del mercado de Surquillo, donde me esperan puestos con frutas, verduras y otros manjares de distintas formas y colores. Bien miradas, todas las verduras forman un escenario vivo y variado, en una distribución hecha a discreción de cada vendedora o vendedor (aunque casi todas son mujeres). Las cebollas, las papas, las coliflores conviven en montones en los puestos. En los mercados callejeros a los que he ido en otros países, cada sección tiene un cartel encima con el nombre del producto y el precio por kilo o por libra. Aquí tenemos que preguntarle a la casera a cuánto está cada fruta o verdura. Muy bien. El proceso es más lento y, por ese motivo, pueden formarse colas. También da ocasión para conversar.

Ahora que estoy frente a uno de estos puestos, pienso que en esa mezcla de abundancia, desorden y variedad está reflejada en parte el alma de lo que somos. La riqueza y las dificultades para administrarla van de la mano. Pero hay cambios significativos. Hace algún tiempo, las vendedoras usaban una libretita para ir sumando. Ahora algunas tienen calculadora. Por otro lado, la modernidad financiera ha llegado hasta los mercados, pues casi todos los puestos aceptan tarjetas y otros mecanismos virtuales. Algunas caseras se comunican por WhatsApp con sus clientes.

Recuerdo haber escuchado a José María Arguedas decir que el corazón de una ciudad puede encontrarse en los mercados. Es allí donde confluyen las energías de una comunidad. En el modo en el que presentan sus productos y cómo interactúan los pobladores están diseñados nuestros rasgos comunes.

Comprar en el mercado es hacer uso del único gasto indispensable, la vida en su mínima y máxima expresión. El origen de la palabra “mercado” se remonta al latín ‘mercatus’ que, en su origen, se vincula con el dios del comercio; es decir, Mercurio. En castellano, el verbo “mercari” significaba “comprar”. Por supuesto que algunos huachafos que buscan ser modernos han impuesto el término ‘marketing’.

Por otro lado, los mercados son un universo que incluye puestos de jugos, restaurantes, parqueos, a veces músicos ambulantes. En muchos no solo se venden frutas, carnes y verduras, sino también ropa, zapatos y otros productos. Todo convive en la feria nacional.

“¿Cómo ve todo lo que está pasando?”, le pregunto a la señora Lucha, la vendedora, mientras me junta las verduras en una bolsa. La pregunta solo puede aludir, en estos momentos, a la situación política y ella lo entiende así. “Son todos unos corruptos”, me contesta sin mirarme. Eso ya se sabe.

Nos quedamos conversando un momento. Más allá, algunos hombres con trapos y baldes me hacen ofertas que no puedo rechazar sobre el cuidado que pondrán con mi auto.

En en El Comercio, a propósito de su libro “Lima la Sublime”, Patricia Ciriani afirma que “en Lima aún se puede hablar con la gente. Y eso es mucho”. Se refiere también a la sensación de “cercanía” que se puede sentir en la nuestra y no se ve en las grandes ciudades. En realidad, toda la ciudad de Lima es un gran mercado, pues, como dice Ciriani, “en cualquier sitio hay alguien que te venderá algo”. Ese mercado funciona a cualquier hora y en cualquier semáforo o embotellamiento.

Más allá, en el puesto de los quesos y las leches, las vendedoras me dicen que tienen miedo de lo que pueda pasar en el futuro con la política. “Un inútil el presidente”, coinciden todas, “pero también inútiles los congresistas. Que se vayan”. “Y quién vendrá después”, dice otra. “No sé. Mientras tanto, aquí seguimos nomás”.

Alonso Cueto es escritor