Falleció Mijaíl Gorbachov y su trayectoria ilustra dramáticamente algunos de los dilemas que enfrentan en la vida política quienes lanzan iniciativas reformistas.
Después de la muerte de Leonid Brézhnev (1982) y de los efímeros mandatos de Yuri Andrópov (1982-1984) y Konstantín Chernenko (1984-1985), era claro que la URSS estaba atravesando una profunda crisis. En la interna del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) parecía evidente que las cosas no podían seguir como hasta ese momento, pero romper la inercia del pasado resultaba también muy complicado. En ese contexto, asume el poder Gorbachov, un reformista de una nueva generación en el poder, persuadido de que los cambios ayudarían a sacar a la URSS del estancamiento y lograrían cimentar su influencia internacional. Se imponía una reforma económica, una mayor presencia de mecanismos de mercado, la ‘perestroika’, que requería ir acompañada por mayor transparencia y liberalización, la ‘glasnost’. Al mismo tiempo, buscó un acercamiento con las potencias occidentales para terminar con la ‘Guerra Fría’ e impulsó medidas de confianza, desmilitarización y desarme nuclear. La consecuencia no fue la relegitimación del socialismo soviético, sino una creciente oposición conservadora y, al mismo tiempo, la activación de fuerzas antes dormidas que presionaban por reformas más profundas, la reactivación de demandas de autonomía y nacionalistas en las “repúblicas soviéticas” y en los países “satélites”, como los de Europa oriental.
¿Podrían las cosas haber sido diferentes? Seguramente un programa de reformas plenamente promercado o prodemocracia habrían sido inviables para quienes permitieron la llegada de Gorbachov al poder. Proponentes del “modelo chino” o seguidores del “modelo cubano” pensarían que el error fue la simultaneidad de las reformas: sería aceptable una reforma económica, pero un error la liberalización política. Aquí creo que, de un lado, para Gorbachov se trataba de un asunto de principios, no solo de estrategia; y del otro, ciertamente el equilibrio en la URSS resultaba mucho más complicado por su tamaño, complejidad y por tener un juego de poderes regionales mucho más difícil de sostener que los otros casos. De hecho, el episodio final del colapso de la URSS está relacionado con las tendencias independentistas de Rusia y de Ucrania, actualmente en conflicto.
Hasta inicios de 1990, Gorbachov parecía tener las cosas bajo control, pero la implementación de los cambios en la forma de gobierno llevó no solo a Gorbachov a la recién creada presidencia de la URSS, también a Boris Yeltsin a la presidencia de la República Soviética de Rusia, quien inició no solo el estilo populista que desde entonces se propagaría cada vez más, sino también las tendencias separatistas. Las cosas se salieron de control y la URSS terminó disolviéndose hacia finales de 1991. Gorbachov soñaba con que, en un contexto más abierto en lo económico y en lo político, las ideas socialistas seguirían siendo vigentes, pero la realidad mostró más bien lo contrario. La economía de mercado capitalista terminó imponiéndose en Europa oriental, en Rusia y en la mayoría de las exrepúblicas soviéticas; peor aún, la democracia política no condujo necesariamente al poder a gobiernos socialdemócratas que intentaran controlar las desatadas fuerzas del mercado, sino que encumbraron a liderazgos populistas y autoritarios, como el de Vladimir Putin. Gorbachov experimentó en carne propia este derrotero cuando se presentó a las elecciones presidenciales de Rusia en 1996, en las que quedó en séptimo lugar con apenas el 0,5% de los votos (en esas elecciones Yeltsin logró la reelección con el 35,8%). Desde entonces, Gorbachov resultó siendo una figura pública muy valorada en el mundo occidental, pero muy controvertida en Rusia, donde el discurso de Putin califica como “tragedia” la desaparición de la URSS y plantea como misión recuperar el papel de Rusia como gran potencia global.
Podría decirse que Gorbachov desató fuerzas que le resultaron imposibles de controlar, pero era necesario hacerlo. No siempre las reformas conducen a donde se proponen los reformadores, pero eso no debe llevar a abandonarlas. “No hay reformistas felices” es una frase que se le atribuye.