El joven alemán Andreas Lubitz quiso amplificar su suicidio y se llevó consigo a 149 personas que lo acompañaban en el avión de Germanwings que decidió estrellar contra los Alpes franceses.
Pocos días después, en Kenia, integrantes del grupo islamista Al Shabab, ejecutando un plan elaborado con similar cuidado, asesinaron a una cantidad casi idéntica de universitarios antes de ser acorralados y ultimados por las fuerzas de seguridad.
Las muertes violentas son un ingrediente tan habitual en nuestra dieta informativa que hemos desarrollado cierto grado de indiferencia hacia esa clase de noticias. Atrocidades como las mencionadas, sin embargo, consiguen hacer saltar las agujas de nuestros sismógrafos y perturbarnos al punto de atrapar nuestra siempre elusiva atención, que es precisamente lo que los autores de ambas masacres pretendían.
Porque, si bien el número de víctimas y la proximidad de fechas no pasan de ser simples casualidades, el desmesurado deseo de alcanzar notoriedad sí es una coincidencia que define y emparenta a estas dos escalofriantes matanzas. Si antes no habíamos escuchado hablar de Al Shabab o de Andreas Lubitz, hoy nadie puede negar que se trata de nombres reconocibles a escala global.
Hay también, por supuesto, evidentes diferencias entre estos casos. Tanto, que podría parecer caprichoso comentarlos de manera conjunta. ¿Tiene algún sentido vincular, después de todo, lo hecho en Europa por un individuo con problemas psicológicos y lo llevado a cabo en África por una organización terrorista motivada política y religiosamente?
Parecería que no. Y sin embargo, hay en el trastorno narcisista de la personalidad, mencionado por varios especialistas al referirse a Lubitz, y en la extrema disposición a matar y morir, que caracteriza a movimientos como los yihadistas, un poderoso elemento en común: la percepción de que la causa que los mueve es de tal inmensidad que, comparada con ella, el valor de la vida de otras personas simplemente desaparece.
Así, en la cabeza del joven alemán, echar por tierra sus sueños —ya sea el de tener una novia o el de convertirse en piloto—, habría supuesto una ofensa tan monstruosa e imperdonable como insultar al profeta y a la patria en el imaginario de los militantes de Al Shabab.
Y si decidió echar por tierra un avión lleno de pasajeros para devolver un golpe que consideraba equivalente, fue quizá porque de alguna forma se sentía tan grandioso y sagrado como el dios que habita la mente y los corazones de los radicales islamistas.