En la Universidad de Nueva York, los antropólogos que hacíamos posgrado estudiábamos en el mismo edificio que los primatólogos con los que yo me llevaba muy bien y cuya simpatía hacía mí siempre me generó cierta sospecha. Trabajaban en un proyecto de comparación genética en un sofisticado laboratorio resguardado por una complicada alarma. Un día, esta se malogró y fue difícil hallar a un especialista que la reparara. Por esos días, yo frecuentaba la secretaría de la universidad para rogar por trámites referentes a mi visa de estudiante y fue entonces que la severa secretaria me pidió que acompañase al técnico porque ella no entendía español. Me sentí empoderado. Subí con él, conversamos y nos dimos con la sorpresa de que éramos compatriotas. Había algo en él que veía con sorpresa y nostalgia. Mientas los electricistas de Nueva York usaban tecnología de punta, vi a mi amigo sacar destornilladores de su casaca, gutapercha de sus bolsillos y anudar los cables de la alarma como veo siempre las conexiones en Lima. Me senté en el suelo y me sentí relajado de poder conversar en mi idioma y, también, de poder liberar mi identidad peruana, curiosamente, en un edificio lleno de antropólogos. Mientras trabajaba, me contó sobre su vida de migrante, rematando con la frase: “lo bueno de los peruanos es que somos recurseros, imagínate si en el Perú el Estado nos apoyara…”.
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