Javier Díaz-Albertini

Hasta mediados del siglo XX, la clase social era la forma principal de diferenciación que informaba la organización y la acción política. En los últimos 70 años, sin embargo, se han multiplicado las fuentes de identidad política (sexo, género, etnia, raza, lugar de origen, religión) y la clase social ha quedado relegada en el discurso. Más aún cuando el paradigma dominante ha rebajado el nivel socioeconómico a una cuestión individual de ganas (“eres pobre porque quieres”).

Sin embargo, ¿en qué se parecían los votantes de Donald Trump, Marine Le Pen y el ‘brexit’? Pues en que todos encontraron su principal base y lealtad política entre los varones de clase media baja o baja, empleados como obreros, en ocupaciones manuales y de baja cualificación laboral. La estrategia de Trump (“Amo a los pobremente educados”) apelaba a una población que ha visto su situación socioeconómica y predominio cultural retroceder, siendo relativamente postergados de la era posindustrial. Curiosamente, estos sectores antes eran los simpatizantes de la izquierda y el progresismo.

Viven una situación que no solo se explica por la decadencia del machismo y la masculinidad tóxica, sino que también tiene bases estructurales que han llevado al ocaso de los de clases sociales más bajas. En palabras de Susan Faludi, reconocida feminista, el movimiento de se queja de que los hombres no quieren dejar las riendas del poder… “Pero eso pareciera ser poco relevante para la situación de la mayoría de los hombres que –individualmente– no sienten en sus manos las riendas del poder, sino más bien las bridas en sus bocas” (2006). Y no existe mayor retroceso y estancamiento que en la y el .

En países de ingresos altos y medio altos, las están dominando buena parte de los ámbitos en la educación formal. Por ejemplo, Finlandia –siempre entre los primeros en las pruebas PISA– debe sus buenos resultados a las escolares: mientras el 20% de las finlandesas obtiene los puntajes más altos en lectura, solo el 9% de los jóvenes alcanza lo mismo. En los países OCDE, las mujeres están adelantadas un año en lectura y prácticamente iguales en matemáticas, antes bajo dominio masculino (Reeves, 2022). En nuestro país, en los últimos cinco años, casi todos los indicadores de matrícula, asistencia neta y culminación de estudios son más altos para las mujeres, no importando el quintil de ingresos. En términos de educación superior en la cohorte de 17 a 24 años, el 31,1% de las mujeres estaban matriculadas en un centro de estudios, mientras que solo el 25,4% de los hombres lo estaban (INEI, 2021).

En el caso del empleo, los hombres de clase baja tienden a trabajar en ocupaciones que corren el peligro de desaparecer (automatización, libre comercio) o de muy baja productividad. En Estados Unidos, los hombres ocupan el 70% del empleo en la producción de bienes, el 80% de transporte y el 90% de construcción; todas áreas altamente expuestas a un gran riesgo de reemplazo por tecnología (Reeves, 2022). En cambio, las mujeres trabajan más en áreas de relaciones interpersonales (educación, salud, servicios personales) y en los que las habilidades blandas son esenciales.

Actualmente, en términos del progresismo, no es popular destacar los problemas que enfrentan los varones de clases bajas y proponer medidas que los beneficien. Sin duda, las brechas de género todavía favorecen a los varones y siguen siendo notables. Pero están disminuyendo a un paso acelerado y cuentan con mecanismos políticos que impulsan permanentemente la lucha por la equidad.

Muchos jóvenes de clases populares, sin embargo, no están siendo preparados para salir adelante en un futuro difícil y desafiante. Miran hacia atrás y ven que están peor que su padre, muy diferente a lo que observa una mujer joven con respecto de su madre. Por eso opinan que la poca educación recibida no sirve, el estudio ha dejado de ser un aliciente. Por el contrario, se encuentran presionados por abandonarlos y comenzar a generar ingresos. Muchos seguirán, entonces, encontrando refugio en el discurso populista del victimismo, la polarización, la violencia y el sentimiento de odio hacia el cambio, la diversidad y la equidad.



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Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología