La escalada de la represión política en Nicaragua ha alcanzado niveles que no se han visto en ningún país latinoamericano, excepto Cuba, en muchas décadas. Es tan masiva que hay que preguntarse si el gobernante de Nicaragua, Daniel Ortega, está preparando el escenario para una dictadura familiar hereditaria de largo plazo.
La opinión predominante entre muchos funcionarios de Estados Unidos es que la reciente ola de arrestos de los principales precandidatos presidenciales opositores de Nicaragua tiene como objetivo asegurar que la sucesora de Ortega, su esposa y todopoderosa vicepresidenta Rosario Murillo, pueda gobernar a sus anchas el día que el actual presidente se retire. Algunos funcionarios se refieren a la escalada de arrestos como “la redada de Murillo”.
Según esta línea de pensamiento, Ortega, 75, quien ha tenido al menos dos ataques cardíacos y a menudo desaparece de la escena pública durante varias semanas, podría estar temiendo un mal resultado en las elecciones del 7 de noviembre contra un posible candidato de la oposición unida.
Incluso una estrecha victoria de Ortega podría debilitar su gobierno y dejar a su sucesora, Murillo, expuesta a ser acusada en el futuro por la represión gubernamental de 2018 que dejó al menos 320 muertos.
En un probable esfuerzo por garantizar la permanencia indefinida de su régimen en el poder, Ortega arrestó a prácticamente todas las principales figuras opositoras mediante una ley aprobada en diciembre que permite al gobierno declarar a ciudadanos como “terroristas” o “traidores a la patria” y prohibirle presentarse a cargos públicos.
La precandidata presidencial Cristiana Chamorro, hija de la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro, fue arrestada el 2 de junio. Días después, la policía arrestó a los precandidatos Félix Madariaga, Juan Sebastián Chamorro y Arturo Cruz, así como a exfuncionarios sandinistas que se han vuelto críticos del autoritarismo de Ortega.
“En 30 años de monitorear los derechos humanos en la región, nunca he visto un caso similar, donde se arrestan de un tirón a todos los principales líderes democráticos opositores”, me dijo José Miguel Vivanco, director del departamento de las Américas de Human Rights Watch.
Carlos Fernando Chamorro, el periodista independiente más conocido de Nicaragua y hermano de la precandidata arrestada Cristiana Chamorro, me dijo que Murillo juega “un papel fundamental” en todas las decisiones de Ortega, incluidas las recientes detenciones de líderes de la oposición.
Murillo tiene tanto poder que el secretario de Estado de Estados Unidos, Anthony Blinken, se refirió al gobierno de Nicaragua en una declaración del 16 de junio como “el régimen Ortega-Murillo”. Blinken aplaudió la resolución de la Organización de Estados Americanos (OEA) que condenó a Nicaragua por los recientes arrestos y que fue aprobada con 26 países, con cinco abstenciones, incluidas las de México y Argentina, y los votos en contra de Nicaragua, Bolivia y San Vicente.
El Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos tiene previsto votar en los próximos días un proyecto de ley bipartidista que exige sanciones adicionales a altos funcionarios nicaragüenses y requiere que las agencias de inteligencia recaben información sobre la corrupción de la familia Ortega. Además, el proyecto de ley pediría que se vuelva a evaluar la participación de Nicaragua en el acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Centroamérica.
Pero quizás la forma inmediata más efectiva de presionar al régimen de Ortega, además de amenazar con exponer su corrupción, sería colocar a los principales funcionarios nicaragüenses acusados de abusos a los derechos humanos en listas internacionales de prohibición de vuelos, generalmente reservadas para sospechosos de terrorismo.
Salvo una creciente presión internacional, Nicaragua se convertirá en una nueva Cuba: un país sin ni siquiera una fachada de un sistema multipartidista, gobernado por una dictadura familiar hereditaria.
–Glosado–
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